Tragaloperro

Por hacer algo

La tarde en que cumplí 30 años me pidieron el carné. Fue en el Día de mi calle. No dije nada. En aquella época tiraba tanto del hilo de currar los fines de semana que iba por ahí hecho un Travis Bickle. «Por resumirlo —le decía a cualquiera que me pidiese la hora— , trabajo cuando el resto no trabajáis y descanso cuando los demás...eso es». Saqué el DNI. «Es que como llevas mochila...», dijo el dependiente mientras pasaba las latas por el láser. La pizza. Barbacoa Casa Tarradellas. Un día me voy a morir de tanto esplendor. Le contesté que venía de trabajar. «Bueno, felicidades», dijo, y se encogió de hombros. Me hinqué la pizza. Le di vueltas. ¿Felicidades por qué? Pensé que esa duda explicaba a mi generación. Es una cosa que hacemos los flipados nacidos a principios de los 90: ver simbolismos colectivos hasta en el meao de un salchicha. ¿Felicidades por mi cumpleaños? ¿Por tener trabajo? ¿O solo era ironía, todo ironía, siempre ironía?

Lo veo en mis amigos. Hablamos de alquileres, de irnos, de adónde, de renunciar a lo que no sabemos ni cómo huele, de nosequién de la carrera que nos cruzamos el sábado, de lo bien que le va, de cómo coño lo habrá hecho, de que tampoco somos tan tontos nosotros, capullo, tampoco tanto, de que nunca hay noticias buenas del todo, de que cambiamos de curro y sentimos alivio y solo volvemos a sentir alivio —no placer, digo la sensación de la paja triste— cuando volvemos a cambiar de curro.

Seguimos caminando. Supongo que abrazamos la juventud porque es lo único que, en su indefinición, no nos ha decepcionado. Intuimos que el camino se desdibuja, pero nadie dice nada. Salimos. Llamamos con otros nombres a lo de siempre. Damos vueltas como caballos en un velódromo. Solo ahí sabemos cómo se consuma un plan. Y volvemos, borrachos y cansados. ¿Qué somos, adultos acaso? Dios, si el otro día entré a un piso y la propietaria tenía 33 y casi me da una embolia. Siete vidas, la propietaria. Viajes. Salarios. Tanto color pastel, tanto ladrillo visto, tanta posibilidad de decisión. Y yo sé que lo que nos pasa se llama neoliberalismo y me gustaría acabar con algún respingo movilizador que no privatizara (también) mi malestar, pero qué va. Siento que no llego. Nunca. A ningún lado. Así que aplasto la lata y salgo a dar una vuelta. Por hacer algo.

Suscríbete para seguir leyendo