Mamá está que se sale

Mudanzas

Elena Pajares

Elena Pajares

Hace unos días estuvimos en mi antigua casa. A veces vamos allí a recoger algo que no habíamos echado en falta hasta ahora, o a dejar cosas nuestras, mientras encontramos un mejor sitio para guardarlas.

Resulta inevitable seguir viendo la casa viva. Ya no tiene los radiadores, están solo las marcas que dejaron mientras los tuvimos encendidos, pagando un riñón de luz, hasta que instalamos la chimenea, bendito invento para calentarse y también para cocinar delicias a la brasa. Y algunos cuadros están ahora en mi nueva casa, aunque yo los sigo viendo colgando en las mismas paredes en las que estaban. 

Hay tanto de nosotros en nuestra antigua casa que me niego a pensar que sea solo un montón de yeso y ladrillos dispuestos ordenadamente y pintados por encima.

Al subir la persiana del garaje, todavía me parece ver la luz encendida de la sala de estar. Esa habitación que le ganamos al garaje, que fue sala de estar, despacho, lugar de lectura, aldea silvanian o playmobil, o aula escolar durante el confinamiento, y que siempre nos arrepentimos de no haberla hecho más grande.

O la cocina, donde pasábamos gran parte de nuestra vida. Yo por mi condición de madre y ama de casa. Qué remedio. Seremos muy modernos, pero la madre del siglo XXI sigue pasándose la vida en la cocina. Pero, además, la cocina ha sido el lugar donde hemos compartido cochinillo para toda la familia, o hemos celebrado los cumpleaños. En uno de los armarios encontré, cuando saqué la olla exprés, la guirnalda de ‘cumpleaños feliz’ de Campanilla, la que colgábamos de un lado a otro de la puerta del lavadero la semana entera de los cumples, y que hubo que cambiar por otra más varonil, porque Antonio no consentía en su cumple cosas de chicas, y menos si era en su honor. O la ‘mesa de operaciones’, el tablero de mármol blanco que trajo un día Antonio, harto de comer en mesa pequeña, y que es tan grande que no nos lo pudimos llevar, porque no cabe en ningún sitio. En esa misma mesa de operaciones fue donde apareció un día de Reyes el desayuno hecho por los pajes. Madre mía, que panzá de trabajar se dieron.

Al subir por la escalera sé que nuestra casa sabe demasiado. Sus paredes nos han visto llorar y reír. Mejor dicho, nos han visto luchar y sufrir, hacer planes, y también venir con cada hijo nuevo que ha llegado. Aquí hemos hecho baños de espuma, han venido los Reyes y Papá Noel ha dejado cartas. Entrar a cada habitación, en serio, donde puedes ver todo igual que estaba, aunque ahora estén vacías, es entrañable. Aquí hemos crecido, no sólo los niños. También nosotros, los padres, hemos madurado aquí, y aquí nos hemos hecho fuertes.

No sabemos quién vivirá ahora allí, a quién cuidará y escuchará nuestra casa. Quizá no quiera a nadie como nos ha querido a nosotros, y prefiera quedarse sola y recordarnos, hacer como que nos hemos ido un rato al centro, y como que nos sigue esperando. Una parte de mí no quisiera compartirla, ni quiere que haya nadie, menos aún si no la cuida como hacíamos nosotros. Y quién sabe si volveremos a encontrarnos. Mientras tanto, gracias por habernos cuidado tanto y por habernos permitido crecer dentro y salir cuando estábamos listos.

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