Entrevista

Juan Mayorga. "La palabra y el silencio son fundamentales, pero lo que nos hace falta es voluntad de escucha"

"El poder quiere controlar el lenguaje, pero no solo para censurar, sino también para educar, para reconducirnos", asegura el madrileño

Mayorga

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Elena Fernández-Pello

Juan Mayorga (Madrid, 1965) es, sin lugar a dudas, uno de esos dramaturgos contemporáneos que, con el tiempo, trascenderá a la categoría de clásico. Bueno..., de hecho, ya lo es: ha ganado el Premio Nacional de Teatro (2007), el de Literatura Dramática (2013) y, recientemente, el Premio Princesa de Asturias de las Letras (2022), y sus obras son materia de estudio para escolares y se representan por todo el mundo. Autor, director y fundador del grupo de escritura teatral El Astillero y de la compañía La Loca de la Casa, en 2019 ingresó en la Real Academia Española (RAE); reconocimiento que, como es tradición, le puso ante el atril en el día de su toma de posesión para leer un discurso que hoy llega al Nuevo Teatro Circo de Cartagena en forma de monólogo dramático, y con Blanca Portillo como encargada de llevarlo a escena. Mañana hará lo propio en el Teatro Villa de Molina. Mayorga habla de Silencio.

¿Cuál es la función del silencio en el teatro? ¿Es el silencio la culminación de una obra?

Mi discurso quiere ser, precisamente, una respuesta a esa pregunta. En un momento del discurso digo que el silencio más importante es el del espectador, y puede que llegue después de la puesta en escena –cuando el público ha recogido toda la experiencia que contiene la representación y la reconduce a su propia vida–, o puede ser que una obra lleve al público, in situ, al silencio. Hay espectadores que necesitan ese tiempo de silencio después de ver una obra.

¿Hay silencios más poderosos que cualquier palabra?

Yo, una y otra vez, me enfrento a la insuficiencia de mi palabra, a la impotencia para recoger la experiencia en palabras. El silencio es fundamental en nuestras vidas y en la mía lo es también. Hay una frase que resuena especialmente en los espectadores cuando la pronuncia Blanca Portillo y que está inspirada en una cita Kempis que me leyeron de pequeño: «Mil veces me arrepentí de haber hablado y nunca de haber callado», que yo convierto en «Mil veces me arrepentí de haber hablado y mil veces y una de haber callado». El silencio tiene muchas caras y hay silencios valientes y cobardes, nobles e innobles. Ni mi discurso ni la obra son un elogio del silencio, hay silencios detestables y otros dignos de elogio.

El silencio da miedo. ¿El arte, y el teatro lo es, sirve para llenarlo?

Parece que nos domina un horror vacui según el cual hay que llenarlo todo y proscribir el silencio, y llenarlo todo no solo de palabras, sino de ruido. Es muy importante reivindicar el silencio, custodiarlo, darse a uno tiempos de silencio, cuidar esos tiempos de silencio, hablar con uno mismo.

¿De qué estamos más necesitados, de la palabra o del silencio?

Son fundamentales ambas, pero lo que nos hace falta es voluntad de escucha. Es urgente, necesario ante todo, que antes de decir una palabra nos mostremos hospitalarios a las palabras y las razones del otro. La escucha es una cualidad extraordinaria cuando no es forzada ni impuesta por el soliloquio del poder. Cuando uno elige la escucha y elige atender la palabra del otro está realizando una maravillosa acción de humanidad. La humanidad se constituye en buena medida en la escucha del otro y requiere del silencio propio, de no interrumpir al otro, de escucharle sinceramente, y no para vencerlo o para buscar la posición más débil de su argumento.

¿Hay público joven en los teatros? ¿Hay que escribir pensando en ellos?

Yo solo he escrito una obra para niños, El elefante ha ocupado la catedral. El teatro que escribo es para adultos, para personas formadas, para personas a partir de los 13 años. Sé que obras como La tortuga de Darwin, incluso Himmelweg, han sido leídas, incluso interpretadas, por chavales. En los últimos meses, reflexionando sobre los premios, he recordado mi llegada al teatro como espectador adolescente y cómo me encontré con un teatro exigente, precisamente porque era respetuoso conmigo. Nos equivocamos si intentamos adaptar formalmente y rebajar contenidos para acercar el teatro a los jóvenes. Los jóvenes agradecen que nos relacionemos con ellos con respeto.

Volviendo a lo de los soliloquios del poder, en su discurso de ingreso en la RAE decía que la expropiación de la palabra por el poder es el tema político fundamental del teatro.

La cuestión política por antonomasia es el lenguaje. El poder quiere controlar el lenguaje, y no solo para la censura, sino porque continuamente realiza actos de educación, para reconducirnos, para guiarnos hacia lo que le es útil. Como escritor y ciudadano intento preguntarme cada día quién escribe mis palabras, quién escribe el texto que escribo. Es significativo que, una y otra vez en la historia del teatro, observemos cómo aparece el conflicto en torno a las palabras como un debate político decisivo. En el discurso de la RAE llamo la atención sobre Antígona, una obra en la que lo que se puede decir (y lo que no) constituye el corazón de su texto. Creonte no solo prohíbe a Antígona enterrar al hermano proscrito, sino que, fundamentalmente y además, le advierte contra la publicidad de ese acto, y Antígona no solo quiere enterrar a su hermano, sino hacerlo de forma pública para romper el monólogo de Creonte. Al final, trata de cómo el poder intenta expropiar a todos los demás de palabra y de la pelea por la palabra, que es la lucha por alcanzar una voz y que se oiga.

Acaba de sumar un premio más a su largo palmarés: el Princesa de Asturias. ¿Aún le importan estos reconocimientos?

Por supuesto. Pero un premio ha de tomárselo uno no por lo que ha hecho, sino por lo que ha de hacer; es una exigencia.

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