Opinión | Luces de la ciudad

La ventana indiscreta

Convertidas las ventanas en ese límite entre lo público y lo privado, allí estoy yo, asomado a una de ellas, exhalando una bocanada de humo y observando la vida de otros

Elimende Inagella / Unsplash

Elimende Inagella / Unsplash

Hace unos días escuché decir a Ferran Adrià, en una entrevista televisiva, que coleccionaba bolígrafos de hotel. Unos 1.400 tenía ya, porque le recordaban momentos muy concretos de sus múltiples viajes. Algo parecido me ocurre a mí, pero con las ventanas de los hoteles, que las recuerdo, a veces, casi mejor que a la propia habitación. Y no porque las coleccione, es evidente, sino por lo que en muchas ocasiones encuentras tras ellas.

La culpa, como de tantas otras cosas, la tiene el tabaco. Sobre todo por las noches, cuando, recogido ya en la habitación, me niego a dormir embriagado por su olor y su humo, y entonces abro la ventana y, apoyado en su marco, me fumo un cigarrillo.

Son esas horas en las que la mayoría de la gente vive su intimidad en casa o en una habitación contigua a la mía; y como, por lo general, las ventanas no suelen dar a espacios abiertos sino, precisamente, a otras ventanas, cuando estas se iluminan dejan ver con claridad todo lo que sucede tras ellas, poniendo en grave riesgo nuestro anonimato.

Convertidas, por tanto, las ventanas en ese límite entre lo público y lo privado, allí estoy yo, asomado a una de ellas, exhalando una bocanada de humo y observando la vida de otros. Suelen ser situaciones cotidianas: alguien viendo la televisión, o cocinando, o leyendo, o haciendo gimnasia, e incluso he intuido por los gestos alguna que otra bronca verbal. Y mientras se consume el cigarrillo, elucubro sobre sus vidas: ¿les habrá ido bien el día?, ¿esa mujer vive sola, o tiene un amante secreto?, ¿el niño tiene una infancia feliz, o sufre acoso escolar?... Añadiré, por si alguien con pensamiento morboso se lo está preguntando, que sí, que también me he encontrado con desnudos integrales en los que, probablemente, yo me haya sentido más incómodo que los propios afectados, a los que vi actuar con total naturalidad aun sabiéndose, o no, observados. Una vez fue un Adonis, tal y como lo trajo su madre al mundo, que parecía recién esculpido por Miguel Ángel, y que permanecía impertérrito tumbado sobre la cama con las manos tras la cabeza, como la modelo de uno de los cuadros más conocidos de Goya, salvo que en este caso bien podríamos llamarlo ‘El majo desnudo’. En otra ocasión, una mujer de mediana edad se despojó de la toalla que llevaba alrededor del cuerpo, por lo que supuse que venía de la ducha, y, completamente desnuda, comenzó a vestirse, sin prisa. Cuando hubo finalizado, se acercó hasta la ventana y corrió la cortina.

En esos momentos, me resulta inevitable recordar a James Stewart espiando de forma obsesiva la vida de sus vecinos en La ventana indiscreta y cuestionarme si yo mismo no me estaré convirtiendo en un fisgón, en un mirón, en un voyeur. Me consuelo pensando que, en mi caso, es algo circunstancial, solo miro por la ventana mientras fumo y lo hago más como un ejercicio mental que por una curiosidad malsana, y, además, no siento, al menos de momento, un placer especial al contemplar actitudes íntimas o eróticas de otras personas, por tanto, llego a la conclusión de que lo mío es simplemente una cuestión de ubicación, lo que ocurre y lo que observo está allí, en mi línea de visión, en la ventana de enfrente.

Sin embargo, y a pesar de todo, me queda la duda, como a Carlo Deregibus en uno de sus artículos, de si finalmente no disfrutaremos todos un poquito de esa mirada ‘casual’ a la vida de los demás y viceversa.

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