Opinión | Luces de la ciudad

El placer de estar vivo

Puede que algún día, tal vez en un futuro no tan lejano, la nueva medicina-tecnología permita a las generaciones venideras disfrutar o padecer de una sociedad sin enfermedades o al menos de un mayor conocimiento para curar la mayoría de ellas

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard

Hace unos días, estando en uno de esos estados de ensoñación, imaginaba un mundo utópico donde no existieran las enfermedades, pero de inmediato surgió un dilema: «sin achaques, trastornos y dolencias, ¿cuánto duraría la vida de un ser humano?». Descarto la inmortalidad, por razones obvias, en pos de una alternativa más racional: una muerte por desgaste, como si fuéramos una tela ajada por el uso y el paso del tiempo, es decir, por el deterioro progresivo y natural de nuestro cuerpo que, en estas circunstancias, bien podría alcanzar los más de 100 años de esperanza de vida. Lo cual, sin duda, agravaría de una forma inasumible los preocupantes problemas de superpoblación, de falta de recursos económicos, de escasez de viviendas…, de los que ya somos testigos en el mundo real. Por tanto, para solventar esta contrariedad, me sugiero a mí mismo una posible solución: que, en este mundo imaginario, todas las personas tengamos fecha de caducidad. Pongamos, por ejemplo, 80 años. Aunque no sé si termina de convencerme del todo esta idea. 

En una comida entre amigos, comento mi intención de escribir sobre este tema próximamente, y les planteo una cuestión: «si pudieran elegir entre disfrutar de 80 años, eso sí, ni un día más, en plenitud de facultades, sin enfermedades, sin ningún tipo de molestias físicas ni deterioros mentales, o vivir la vida tal y como la conocemos actualmente, sin saber qué enfermedad podríamos contraer mañana mismo, ni cuántos cumpleaños llegaríamos a celebrar, ¿cuál sería su opción?». La respuesta, sin distinción de género, fue unánime. Nadie quería conocer la fecha de su muerte, ni tan siquiera su futuro más inmediato. Mal negocio para videntes, tarotistas y adivinos.

Quizá, la perspectiva fuese diferente si estuviéramos en la otra cara de la moneda, es decir, si desde nuestro nacimiento, este proceso de renovación poblacional con fecha de caducidad fuese lo cotidiano, lo natural, algo completamente asumido e inevitable, como el final de unas vacaciones. Entonces, probablemente, lo que nos resultaría extraño sería imaginar un mundo donde la gente enfermara.

Sin embargo, esta utópica inmunidad a los virus, bacterias, traumatismos o a factores genéticos, suscita entre los comensales varios interrogantes sobre el comportamiento del ser humano en estas circunstancias, y hasta dónde sería capaz de llegar sin el temor a enfermar. ¿Cambiaría nuestra subjetividad, nuestra actitud frente a la vida, nuestro comportamiento hacia los demás? ¿Cambiarían nuestras costumbres, nuestras emociones, nuestras creencias, nuestras frustraciones, nuestros sufrimientos …?

Puede que algún día, tal vez en un futuro no tan lejano, la nueva medicina-tecnología permita a las generaciones venideras disfrutar o padecer, aún no consigo concluir si un mundo sería mejor que el otro, de una sociedad sin enfermedades o al menos de un mayor conocimiento para curar la mayoría de ellas. Obviando, espero, ideas como la que muestra Michael Bay en La Isla (2005), donde la clonación humana es llevada a cabo con el único fin de que estos clones sirvan como banco de órganos para sus originales cuando la vida de estos corra peligro. Unos por otros. El poder de decidir sobre la vida o la muerte.

Pero no seré yo quien aliente un debate técnico-ético sobre si el fin justifica los medios y si todo lo que es posible hacer, es bueno hacerlo; que doctores tiene la iglesia. En cualquier caso, creo que tanto en un mundo con enfermedades o sin ellas, un mundo utópico, distópico o real, lo verdaderamente importante es, sin duda, conseguir que nadie nos arrebate la posibilidad de sentir cada día el placer de estar vivos.

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