Opinión | Luces de la ciudad

SPQR

Dicen los romanos que necesitarían cuatro vidas para conocer su ciudad, y aunque a mí no me dará tiempo a tanto, sí que pretendo regresar lo antes posible

Vista de la fachada del Panteón de Roma.

Vista de la fachada del Panteón de Roma. / EFE / Gonzalo Sánchez

Hay ciudades que da igual cuantas veces las visites, porque nunca dejan de sorprenderte. Siempre hay algo nuevo por descubrir o una perspectiva diferente con la que mirar lo ya conocido. Y Roma es una de ellas. 

Han pasado más de diez años desde mi última visita a la ciudad de Julio César, una eternidad para mí, pero una nimiedad comparada con los casi 3.000 de su existencia.

Nada más pisar territorio romano, ávido por renovar y adquirir nuevos conocimientos sobre arte e historia, me dejo amamantar, al igual que Rómulo y Remo, por Luperca, la Loba capitolina, para intentar saciar lo antes posible mi sed de erudición. 

Espero a que caiga la noche para presentar mis credenciales y contemplar siglos de historia iluminados, mostrándose en todo su esplendor urbi et orbi. Y lo hago, pero con cierta dificultad. Los autobuses atestados y la ausencia absoluta de taxis libres por culpa de una lluvia repentina, y el comienzo del partido de fútbol Roma-Milán, casi me impide llegar a tiempo a mi ceremonia de iniciación, a mi cita con la ciudad eterna. 

Amanece que no es poco, y allí sigue majestuosa la ciudad de Escipión, de Vespasiano o de Marco Aurelio. Es primera hora de la mañana y la brisa es fresca, aunque el sol luce en un cielo despejado. El bullicio y el ajetreo ya envuelve sus calles, sus monumentos, sus plazas, sus fuentes, sus grandes templos de la cristiandad…, y en pocas horas también las trattorias que surgen por cada uno de sus rincones.

Roma es esa ciudad donde siempre tengo la sensación de que todo es posible. Un lugar donde podría cruzarme con el emperador Adriano paseando por la Vía del Corso, o encontrar a un Papa saliendo de los establecimientos de Gucci, Armani o Cartier en la Vía dei Condotti, o comer unos espaguetis a la carbonara con Miguel Ángel, su Piedad y su Moisés en el Trastevere de la Roma de Fellini, o tomar una copa en Piazza Navona con Bernini y el éxtasis de su Santa Teresa, o incluso, en un momento dado, hasta podría compartir taxi con San Pedro. Por cierto, hablando de taxis y cumpliendo con el manual del buen turista, tengo que confesar que fui estafado por un ‘simpático y atento’ taxista que, como el Bruto más vil, asestó una puñalada trapera y mortal a mi bolsillo.

Pero anécdotas aparte, y eludiendo, en lo posible las inevitables referencias cinematográficas de las llamadas ‘películas de romanos’, unas con más rigor histórico que otras, prefiero atender a datos más fiables aportados por los historiadores para reconocer los sonidos del Coliseo: el ruido del acero al chocar entre sí de las espadas de los gladiadores luchando en la arena, el rugir de las fieras enjauladas en los subterráneos esperando su turno y el clamor de los espectadores al olor de la sangre. Pan y circo, escribió Juvenal.

Entre las ruinas del Palatino y el Foro, centro del poder político, social y económico de la antigua Roma, puedo sentir, filtrándose entre las columnas de sus templos, sus edificios, sus termas y sus domus, los murmullos apagados de la ambición, del miedo y de la traición. Algunas cosas qué poco han cambiado.

Pero Roma es todo esto y mucho más. Dicen los romanos que necesitarían cuatro vidas para conocer su ciudad, y aunque a mí no me dará tiempo a tanto, sí que pretendo regresar lo antes posible, por tanto, sin ninguna Anita Ekberg que rescatar, sigo el ritual en la Fontana di Trevi y de espaldas, lanzo unas monedas a sus aguas para que se cumpla mi deseo. Ciao Roma.

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