Opinión | Los dioses deben de estar locos

Sancho entre las bestias

Puede decirse que Sancho es un hombre rústico y asilvestrado, que habla con los animales, o que al menos los entiende, como entiende que los ladridos de los perros la noche que se pierden por el Toboso presagiaban acontecimientos poco halagüeños

Sancho abraza y besa al Rucio, por Edmond Morin, 1850

Sancho abraza y besa al Rucio, por Edmond Morin, 1850

En estrecha compañía van siempre amo y escudero, bien es verdad que no siempre la relación es armoniosa, pues entre ellos surgen no pocas disputas. En ocasiones están a punto de romper don Quijote y Sancho, o la mentira enturbia la convivencia de los dos héroes, como cuando el escudero miente afirmando que Dulcinea estaba encantada; pero en lo esencial, se trata de una convivencia sentida, confiada y amable. La bondad es su nota característica. La unión de estos dos seres acaba creando la pareja más humana que pueda existir, porque al margen de la locura, hay sitio, mucho sitio, para el cariño. Sancho tiene buen corazón, se conmueve con facilidad; don Quijote ha hecho de la asistencia al prójimo su razón de ser. Hay un profundo afecto por la humanidad, y una conmiseración ante las adversidades que los menesterosos soportan en la vida. Acaso lo más sorprendente, sin embargo, sea que su amor llega a los animales que les acompañan.

Bien es cierto que no todas las bestias son igualmente amables. Sobradamente tenebrosos son los gatos endemoniados que atacan al hidalgo durante su estancia en casa de los duques; tampoco puede decirse nada bueno de los toros ni de los cerdos que en ocasiones diferentes pasan por encima del Caballero de la Triste Figura, abriendo las puertas al ridículo, la vergüenza y al dolor. Sin embargo, hay un amor también a seres, que aunque carentes de razón, sí tienen sentimientos y nobles afectos. La figura de Rocinante, escuálida montura que se atreve a conversar con Babieca, es como una prolongación de su amo, con quien comparte largas marchas, las molestias de la noche, los calores del día y a todas horas, los palos que recibe. Podría haber quedado a merced de los violentos yangüeses, molestos por los amorosos requerimientos que con tanta vehemencia y para sorpresa de propios y extraños lanzaba el jamelgo a las yeguas, pero su amo lo asistió y compartió con él un duro castigo cuando, para evitar una mala preñez en hembra equivocada, recibieron todos un nublo de golpes; primero el rocín, después el caballero, y finalmente el escudero.

Pero ante todo, destaca Sancho por su amor desmedido, honesto, humano por su Rucio, su asno, el más célebre de la literatura española hasta el nacimiento de Platero. Su pérdida y reaparición a comienzos de la aventura motivó no pocas explicaciones de críticos y comentaristas. Sin duda Sancho amaba a su animal. Teresa Panza lo amaba también, y por confesión propia lo quería más que a su propio marido, y daría en lamentar mucho más la pérdida del pollino que cualquier revés que sufriera la cabeza del hogar. Sancho llora amargamente cuando cree que va a perder a su Rucio, y lo vemos cayendo con él, después de las aventuras en Barataria, a las profundidades más oscuras, al interior de la sima que se abría alrededor de unas ruinas abandonadas.

Puede decirse que Sancho es un hombre rústico y asilvestrado, que habla con los animales, o que al menos los entiende, como entiende que los ladridos de los perros la noche que se pierden por el Toboso presagiaban acontecimientos poco halagüeños. Su bondad es tanta, que incluso la pobre liebre perseguida por los galgos de los cazadores, que aparece próxima a la última enfermedad de don Quijote, sólo sabe refugiarse detrás de la oronda figura del buen escudero, que queda perplejo ante el fenómeno inesperado sin atreverse a dar una explicación de oráculo tan terrible, como sí hará su amo, que ya intuye la cercanía de su muerte. Sancho, amigo del buen sueño; Sancho, nacido para dormir según su amo; escudero buscador de ínsulas y quimeras con que hacer condesa a su hija; Sancho, que abraza a su Rucio, que lo besa; hombre al que acude la liebre en peligro de muerte. Algo de bestezuela montaraz tiene también, su sencillez es pura bondad. Hace falta ser un malvado para haber visto en él nada más que a una mente tosca y práctica, cuando detrás de sus barbas, entre su mugre y sus liendres se encontraba nada menos que el alma vieja y animal de la humanidad. He ahí un eterno Adán, acompañado con las bestias, en su Paraíso.

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