La Feliz Gobernación

El campo, del rojo al verde

El PP ha acabado cayendo en su propia trampa, y esta es la razón por la que el presidente de la Comunidad tuvo que soportar esta semana lo que en la práctica podría calificarse de un secuestro en la Asamblea Regional, mientras el vicepresidente, José Ángel Antelo (Vox), se permitía salir a dialogar con los agricultores concentrados ante el Parlamento

Viñeta de Santy.

Viñeta de Santy.

Ángel Montiel

Ángel Montiel

La revuelta verde, llaman a las tractoradas. El verde es un color de éxito, aunque tiene muchos matices: están el verde de los cultivos, al que parece referirse la expresión, pero también el verde eco, el verde Vox y el verde Sequestrene, que es un ‘mejorador agrícola’, o sea, un abono. Y lo verde no empieza, como entonces, en los Pirineos, sino que ocupa todo el continente político. El campo es verde, a elegir de entre la gama. Pero hubo un tiempo en que el campo era rojo. 

Allá por los ultimísimos 70, primerísimos 80 o por ahí trabajé en la secretaría de la FUARM, que era la federación regional de las UAG, potentes cooperativas agrarias y ganaderas extendidas a lo largo y ancho de la Región, una organización que hoy se denomina con el que en principio fue el nombre de la coordinadora nacional, COAG. Entre mis cometidos estaba la redacción de las actas de unas interminables reuniones en las que participaban representantes de las distintas localidades. No era preciso ser un gran observador para constatar que la mayoría era proclive al PSOE, y en algunos casos a IU, sección PCE. Aunque ya existían, claro, las otras organizaciones de referencia, la FUARM lideraba lo que de alguna manera podríamos llamar el sindicalismo agrario. ¿Qué ha pasado en todos estos años para que el rojo socialista se haya transformado en verde Vox? Dicho a la manera de Vargas Llosa: ¿Cuándo se jodió el Perú?

Todo empieza por la cuestión agua. De entre los partidos que protagonizaron la Transición, el más trasvasista era el PSOE. El Tajo-Segura parecía una cosa franquista, pero su ADN se originaba en la República, en la decisión firme del socialista Indalecio Prieto. A mediados de los 90, cuando Valcárcel accedió al poder, la política del PP respecto al agua eran las desaladoras (véanse las hemerotecas). Pero al poco, el PP se hizo trasvasista, porque por entonces lo otro era como una fantasía israelita o canaria. El PSOE aguantó hasta Borrell, pero enseguida flaqueó. Se produjo un cambio de tercio. Los socialistas descubrieron la desalación, y el PP persistió en los trasvases. Una situación esquizofrénica. Quienes apoyaban al PSOE por su política de ‘solidaridad interterritorial’ vieron con perplejidad que ese discurso pasaba a manos de la derecha. Y conviene recordar que el pretexto del cambio climático es muy reciente, pues el viraje de los socialistas se produjo en su momento por la dificultad para armonizar precisamente lo que predicaban: la concertación entre Comunidades. Que años después la cancelación del trasvasismo se justifique en los ajustes que pudiera exigir el calentamieno global no puede ocultar que antes de esto ya habían renunciado por razones políticas relacionadas con el equilibro electoral entre territorios a una política sustentada en el argumentario solidario. 

Los agricultores han sido utilizados como pretexto, pero ellos mismos han ido constatando que la polémica sobre los trasvases los excluía, pues en realidad los políticos estaban hablando de urbanismo

Es cierto que al PSOE le sirvió de alivio que el PP acabara reconociendo expresamente (conferencia de Valcárcel en el Foro Nueva Economía, 2005, en la sede de la Comunidad de Madrid), que el agua del trasvase del Ebro no era exigible tanto para la actividad agrícola como para la urbanística, pero en aquel momento, en plena expansión del ‘regionalismo hídrico’, este reconocimiento mereció aplausos, pues ¿acaso la Región de Murcia no tenía derecho a poner en marcha todas sus potencialidades, además de las relativas al sector primario?

Por otro lado, todos los alcaldes del PSOE, que por entonces eran muchos y muy importantes, estaban embarcados en el ladrillismo, de modo que salvo la dirección regional socialista nadie salió a denunciar contradicciones. Más elementos esquizofrénicos: el PSOE denunciaba la política trasvasista porque contribuiría a crear una burbuja inmobiliaria, pero sus alcaldes, empeñados en duplicar y hasta triplicar la población de sus respectivos municipios, estaban encantados con el valcarcelismo. 

Esta es la razón por la que la ministra de Medio Ambiente de Zapatero, Cristina Narbona (la más activista antitrasvasista de la historia del PSOE), resultaba más insoportable para el poder local socialista que para el propio PP. En sus reiteradas visitas a la Región apenas contaba con el arropamiento orgánico de la dirección regional. La consecuencia de su política fue que Valcárcel arrasó: no alcanzó los 45 diputados porque las matemáticas no son, como se cree, una ciencia exacta, al menos para las cuestiones políticas. Aquella noche electoral, en la planta Vip de Ferraz, cuando las pantallas de televisión ofrecieron los resultados en la Región de Murcia, Zapatero se dirigió a Narbona: «Mira, Cristina, cómo te agradecen tus inversiones en desaladoras». Después, quien fue secretario regional del partido, Pedro Saura, cedió su cargo en un congreso regional en el que, por primera vez en la historia del PSOE en la Región y en España, los delegados no aprobaron la gestión de la ejecutiva saliente.

El PSOE ha dejado transcurrir estas décadas tratando de digerir un giro político que por ser parte de su doctrina esencial (la solidaridad entre Comunidades, la prédica de que todo español ha de ser igual al resto con independencia de su lugar de origen) lo ha convulsionado internamente. Y si se sostiene es porque la política partidista se ejerce desde la disciplina y la aceptación, pero las consecuencias electorales son las que son. Entre el didactismo y la persuasión, al fin se impone la persuasión, pues el didactismo se produce de manera improvisada, de modo que lo que hoy es palabra de Dios mañana es la del diablo, es decir, de la oposición, y esto sin transición alguna. Así no hay quien se aclare. Por otro lado, el didactismo político que se produce a posteriori de las decisiones tomadas expresa presunción de superioridad intelectual, lo que aplicado a un sector como el del campo es una mala práctica, pues los agricultores suelen reaccionar con escasa empatía ante quienes, todavía hoy, los consideran necesitados de instrucción. 

En el giro sobre el agua se ha dado, además, un efecto elocuente. Los agricultores han sido utilizados como pretexto, pero ellos mismos han ido constatando que la polémica sobre los trasvases los excluía, pues en realidad los políticos estaban hablando de urbanismo. La desaladora de Escombreras, que en teoría aliviaría las restricciones trasvasistas, fue concebida en realidad para dotar a la Región de un recurso aplicable a la industria y al ladrillismo. So pretexto de los regadíos. Al final, ni agricultura ni urbanismo. 

Por ejemplo. En los años iniciales de la Transición, con Gobierno socialista, se dictó una ley de protección del Mar Menor que de haberse mantenido habría evitado los problemas actuales, pues tanto el desarrollo urbanístico ribereño como la expansión agrícola descontrolada habrían sido contenidos. Pero el PP se empeñó en evitar los límites y, en consecuencia, con el paso de los años, se han creado situaciones de hecho cuya reversibilidad es muy complicada. Ante una evidente emergencia, el Gobierno de López Miras se ha visto obligado, tal vez con dolor de corazón, a administrar paliativos con la Ley del Mar Menor, pero ya es demasiado tarde, pues las estructuras económicas y sociales de la agricultura intensiva no se desactivan por decreto. El PP, pues, ha acabado cayendo en su propia trampa, y esta es la razón por la que el presidente de la Comunidad tuvo que soportar esta semana lo que en la práctica podría calificarse de un secuestro en la Asamblea Regional, mientras el vicepresidente, José Ángel Antelo (Vox), se permitía salir a dialogar con los agricultores concentrados ante el Parlamento. 

Pero cuando López Miras, tras sufrir el zarandeo de su vehículo en su primera intención de salir, se vio condicionado a recibir a una representación de los agricultores que bloqueaban la sede de la Asamblea, es probable que se llevara el chasco de comprobar que la tabla reivindicativa era infinita y muy diversificada. La tractorada parecía uniforme, pero las demandas son muy variadas: las hay sobre la política europea, relativas a la política del Gobierno central, y otras más particulares de competencia autonómica. ¿Por dónde empezar?

Y es que la clave del agua solo fue el principio. Después se han sucedido múltiples medidas, casi todas condicionadas por el cambio climático (el signo definitivo es el paso de denominación de Medio Ambiente a Transición Ecológica), dictadas desde arriba, poco graduales y, desde luego, nada participativas. El campo es víctima de que las políticas que le afectan se diseñan desde instancias urbanitas y, lo peor, paternalistas. Al final, por algún lado se había de producir el reventón. Escuchemos a Manolo Escobar: «Yo soy un hombre del campo, / no entiendo ni sé de letra, / pero soy de una opinión / que el que me busca me encuentra».

Prueba del desconcierto es que en los sucesos de esta semana en el Parlamento regional adquirió especial protagonismo el exconsejero de Agricultura, Antonio Luengo, actual senador, mientras Sara Rubira, la titular, parecía quedar en segundo plano. Puede justificarse en el hecho de que Luengo, domiciliado en la zona del Mar Menor, dispone de una mayor proximidad con los manifestantes, pero da la impresión de que el Gobierno no las tiene todas consigo en cuanto a la capacidad de interlocución con los agricultores no sindicados. A diferencia de Vox, que también es Gobierno, pero parece ir por su lado. El efecto de tanto descuido con el sector agrícola (primero, manga ancha; después, restricciones) es que, en efecto, el campo dejó de ser rojo para pasar a pintarse de azul, pero cuando el PP intenta intervenir para controlar el despendole por él mismo facilitado, el sector vira al verde, es decir, a Vox, que viene para alentar nuevas expectativas, además de aportar comprensión y cariño, que aunque no resulten medicinas efectivas suelen aportar consuelo. 

Todo queda confiado a que el próximo miércoles, en una manifestación controlada por los sindicatos se produzca el gran efecto pirotécnico que, salvadas las inevitables molestias, permita concluir la desordenada expresión de malestar. Pero lo cierto es que hace falta una política realista sobre el campo. ¿Quién la tiene? Si nadie es capaz de producir un diseño satisfactorio, acabaremos recitando aquello de «verde que te quiero verde». 

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