Las Trébedes

Dejar de existir para existir

A lo mejor es que antes educaba toda la tribu, o al menos así te educaron a ti, y a tus hermanos y primos. Toda la tribu. No había discordancias a tu alrededor

Carmen Ballesta

Carmen Ballesta

Ana protestando porque no quiere sentarse al lado de Pepe. Luis jurando a voces que es el último año nuevo que se queda con nosotros. Su padre contestando que cuando sea padre comerá huevos, que piensas tú que se puede decir, y sobre todo hacer, lo mismo sin necesidad de poner los huevos por medio. Tú, en la cocina, aún recogiendo lo de anoche y ya con el horno encendido y hecho el relleno de la lasaña, o el caldo del arroz, o el adobo del asado, o… Tu marido, ofreciendo ayuda, le dices que te traiga una fuente de la vajilla y sabes que no sabe a cuál te refieres, o bien te pregunta que dónde está, aunque lleváis en esa casa más de 10 años y siempre estuvo en el mismo sitio. Ya has preparado el mantel, pero recuerdas que es corto, que hay que colocar otro debajo, disimulado y bien doblado… y que solo tú lo sabes cuál y solo tú lo sabes hacer.

Recuerdas que cuando tenías varios años menos que actualmente tus hijos tú ya te encargabas de poner la mesa. Y te preguntas cómo lo hicieron tus padres, bueno, sobre todo tu madre, para que no solo no te fastidiase la tarea, sino que además te hiciera tanta ilusión: verla tan bonita con las copas, los platos de la abuela con el filo dorado, esos cubiertos que te parecían y fantaseabas con que eran de oro. Sabías dónde se colocaba cada cosa y hasta aprendiste de una compañera de la escuela (que ahora se dice ‘cole’) a hacer un abanico con las servilletas para ponerlas sobre el plato en lugar de debajo del tenedor. Tú, en esto, desde luego has fracasado. Cuando tus hijos eran pequeños sí disfrutaban ayudando, sintiéndose útiles y colaborando en las tareas de la casa: pelar patatas, cascar un huevo (cuántas tortillas has hecho porque el dedito entraba hasta dentro y rompía la yema), poner la mesa… Ay, aquel día que Luis se empeñó en llevar la fuente del pollo frito y acabó esturreado por el pasillo. Claro que cuando esto pasaba, tus padres se reían y te consolaban, y tú también lo hacías con tus hijos, pero su padre no, él y tu suegra te protestaban a ti, que cómo se te ocurría dejar que el chiquillo hiciera tal cosa, oyéndolo los niños. Ya dejaste de romperte la cabeza tratando de idear cómo evitar esos momentos. Ya no sabes ni quieres pensar siquiera por qué tienen que ser así.

A lo mejor es que antes educaba toda la tribu, o al menos así te educaron a ti, y a tus hermanos y primos. Toda la tribu. No había discordancias a tu alrededor. Si algún pariente te veía en algo inconveniente, te podía reprender sin ningún temor a que tus padres le tuvieran quejas ni le quitaran la razón. Incluso cualquier adulto podía llamarte la atención. Tú lo sabías. Sí, era control, se diría ahora, pero también era protección. Te sentías protegida en todo el barrio. Todos sabían quién eras, dónde vivías y quiénes eran tus padres. Igual que tú sabías quiénes eran los que te cruzabas y sabías que estaban tan dispuestos a ayudarte como a reprenderte.

Pues hoy, pasadas las once, has decidido dejar todo como está, quitarte los guantes de goma y el mandil y meterte en el cuarto de baño (qué bien hiciste en empeñarte en la reforma para tener dos baños). Has decidido desaparecer. Vas a darte un baño con esas sales que te regaló el año pasado tu hermana y que están sin empezar (qué bien que tu marido se empeñase en poner bañera. Hasta ahora solo la habías ‘disfrutado’ para fregarla). Y vas a arreglarte el pelo. Sí, vas a dedicarte algo más de una hora. Vas a dejar de existir para existir. A ver qué pasa. Si se hace tarde para comer, pues comeréis tarde. Y luego ya veremos para recoger, porque tú tienes una pila de exámenes esperándote y te comprometiste a llevarlos mañana (una vez más, pensando en otros y no en ti), de modo que te espera una tardecita de aúpa.

Cuando sales, vestida, peinada, maquillada, te dices que relajada aunque en realidad un poco nerviosa, no ha pasado nada malo, si bien la cocina está como la dejaste y comeréis tarde. Te divierten las caras de asombro que te miran. Se ha hecho la paz en la casa y han renacido las sonrisas. Y te dices que vale la pena aprender a pensar también en ti. Feliz Año Nuevo.

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