Luces de la ciudad

Hasta pronto Yayo

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

No sé cuantas personas podrán presumir de haber tenido dos padres, pero desde luego, yo soy una de ellas. El biológico, Miguel, al que adoraba y admiraba, que fue y sigue siendo toda una referencia para mí, y al que echo de menos cada día desde que falleció hace ya nueve años. Y Sebastián, mi suegro, que consiguió trasmitirme una perspectiva diferente de la vida, y con quien he compartido más de 40 años como miembro de su familia. Desde aquel lejano día de finales de los 70 en el que, por una cuestión de logística (andaba yo perdido por ahí con su hija), tuvo que acudir a nuestro rescate, en su inolvidable Seat 1500 blanco, porque no teníamos otra forma de regresar a casa. Sobra decir que, con los dieciséis recién cumplidos, no abrí la boca en todo el viaje. Hasta hoy, en que ha emprendido su particular viaje al Valhalla, como un guerrero ilustre y valiente caído en combate.

Ese era mi suegro, un luchador, que en su juventud fue capaz de ir en bicicleta hasta Barcelona para trabajar como electricista en la estación de Sants, o compartir un plátano con mi suegra para subsistir en esos tiempos difíciles de emigración a la vecina Francia.

Inteligente, emprendedor y negociante, evolucionó rápido hasta convertirse en un próspero empresario. Una empresa de autobuses por allí, una gasolinera por acá…, aunque su verdadera pasión fue siempre la agricultura, y muy, muy en especial, su plantación de olivos, a la que cuidaba y mimaba como a una hija más. De hecho, seguro que, allá donde esté, andará buscando un buen ‘terrenico’ donde plantar unas oliveras, y si se tercia, montar una gasolinera en una buena zona de tránsito dirección al infinito.

‘El López’, que así era conocido por la mayoría de la gente, era un hombre de carácter, de mucho genio en ocasiones, pero a la vez de un gran corazón y una extrema generosidad. Amante de la buena vida, procuraba, sin embargo, mantenerse alejado de la ostentación y de las situaciones estridentes.

Aunque no por repetido menos cierto, fue un excelente marido, padre, abuelo y bisabuelo, que ejercía con auténtica devoción el patriarcado familiar. El ‘yayo’, como le gustaba que le llamaran sus nietas y bisnietos, era un pastor de manual, al que le gustaba tener a todo el rebaño reunido. Esos eran los momentos de máxima felicidad para él, cuando toda la familia junta y bien avenida se encontraba a su alrededor. En casa, en una celebración o en alguno de esos viajes memorables que realizábamos gracias a él. En concreto, esas peregrinaciones anuales que llevábamos a cabo toda la familia, encantados de la vida, a Ibiza, ciudad convertida en auténtico santuario para todos nosotros.

Así era Sebastián, el López, el yayo, un tipo de esos al que todo el mundo le gustaría tener como suegro, siempre atento a que no le faltara de nada a ningún miembro del clan y presto a mediar ante cualquier cuestión que pudiera alterar la concordia familiar.

Es cierto que la muerte nunca llega en buen momento, ni para el pasajero ni para los que quedamos en tierra, y por más que hayamos sufrido esta situación con otros seres queridos, jamás quedas inmunizado ante el dolor de la pérdida. Conociendo su gusto por la inmediatez, espero que Caronte no le haya hecho esperar demasiado para cruzar en su barca la laguna Estigia.

Te vamos a echar de menos, yayo. Allá donde vayas, te deseo lo mejor. Descansa en paz, te lo has ganado.

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