Las fuerzas del mal

Todo vanidad

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Uno de los dientes que me ha acompañado durante toda mi vida adulta ha dimitido súbitamente. Estaba comiendo unos nachos y, de pronto, estaba el diente en un lugar de mi boca que no debería estar. No ha habido ni carta de dimisión, ni dolor previo, diciéndome que ahí me quedo con mi mala salud dental.

Si uno de mis pequeños complejos ha sido siempre no tener una sonrisa profidén, ahí tenemos otro complejo más que se amasa al ovillo de diminutas imperfecciones con las que no sabemos vivir y nos fastidian como la roca de Sísifo, una sonrisa mellada. Mi lengua sigue incrédula ante tal abandono y no deja de visitar el lugar donde el diente estuvo antes.

No debería ser así lo de los complejos, que los tenemos todos, aunque parezca que hoy en día hay un ejército de personas que lo hacen absolutamente todo bien y lo postean en vídeos sino que somos, en palabras de Bill Bryson, para que estemos ahora aquí, cada uno de nosotros han de algún modo, de una forma compleja y extrañamente servicial, trillones de átomos errantes. Somos una disposición tan especializada y tan particular que nunca se ha intentado antes y que sólo existirá esta vez. Lo curioso es que todos somos trillones de átomos que en lugar de disfrutar de la ocasión única nos preocupamos de nuestras imperfecciones de manera obsesiva mientras intentamos trascender una posteridad que nos hará, literalmente, polvo.

Paseando por Lorca esta Semana Santa me he topado con las alegorías de la mortalidad en forma de imperios amontonados a la espera de ser puestos en pie durante unos instantes de imaginación, un recordatorio de esa mortalidad que cuando es un deseo de pasar a la historia de cualquier manera posible se convierte en vanidad de vanidades, todo vanidad. Hay un tiempo para amar y un tiempo para morir, un tiempo para la cosecha, para la siembra, un tiempo para llorar y un tiempo para reír.

En este pequeño mundo que es la Semana Santa en Lorca he visto trascender más a quien encontraba el correcto afán que el momento pedía que en quien se dedicaba a rubricar sus logros en placas de piedra, porque quizás el nombre pase la muerte pero posiblemente será un eco vacío, mientras que el instante perfecto puede que afecte a la composición de los átomos de aquel quien se afanó en la intensidad de la tarea sin preocuparse de si el resultado iba a durar más allá de lo que tarda una flor en marchitarse, de lo que dura el resuello perfecto de un caballo o de lo que tarda una gota de sudor en mezclarse con el oro y la seda de una túnica.

Recordar que somos mortales funciona de las dos maneras: que vamos a morir y que nuestra vida es única, que debemos vivirla y mientras la vivimos, lo que haya de ser, será.

Por si acaso, voy a poner el diente debajo de la almohada, a ver si viene el Ratoncito Pérez, pero al dentista el lunes por la mañana, también.

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