La Feliz Gobernación

Los lodos del ‘agua para todos’

Es irónico que el defensor de los trasvases frente a las desaladoras haya caído a causa de la desaladora que promovió

Ramón Luis Valcárcel.

Ramón Luis Valcárcel. / ISRAEL SANCHEZ

Ángel Montiel

Ángel Montiel

Ironías de la vida: la imputación del expresidente de la Comunidad Ramón Luis Valcárcel en el caso La Sal se debe a un aspecto de la política hidrológica que, en teoría, combatió: la sustitución de los trasvases por la desalación.

La desaladora de Escombreras se construyó a la vez que el Gobierno regional arremetía con todo tipo de armas contra el Programa Agua desarrollado desde el central por Zapatero/Narbona, que se basaba fundamentalmente en inversiones en la creación de plantas de aprovechamiento del agua del mar.

Resulta, pues, chocante que Valcárcel pudiera ser condenado a prisión por promover una infraestructura del tipo de las que rechazaba como alternativa.

Durante unos años vivimos en una situación paradójica: las desaladoras de Narbona eran malas; la de Valcárcel, buena. Y nunca conocimos la razón de ese distingo, pues el aplastante ruido propagandístico del Gobierno regional impedía reparar en sutilezas. Hasta tal punto se pusieron las cosas que sólo recibían la acreditación de buenos murcianos aquellos que aplaudían la política del Gobierno regional, y mentar la palabra desalación significaba convertirse en morisco: conversión o exilio.

Todo esto se producía en la resaca de la derogación del trasvase del Ebro, en la que el PP de Valcárcel vio la ocasión para eternizarse en el poder arrinconando al PSOE hasta la eternidad. De modo que se activaron los tambores de guerra hasta normalizar actuaciones delirantes que incluían anécdotas como la de instar a los murcianos a que votaran por la expulsión de un concursante de Gran Hermano que se había declarado orgulloso de ser aragonés.

No cabe duda del éxito de aquella política. La noche en que las urnas decidieron que Valcárcel obtenía 33 escaños del total de 45, en la planta noble de la sede socialista de Ferraz, Zapatero señaló el televisor que reproducía esos resultados, y dijo, dirigiéndose a Narbona: «Mira, Cristina, tus desaladoras». Y eso que la entonces ministra de Medio Ambiente se había dejado en el empeño no sólo una parte cuantiosa de su presupuesto sino también, a punto estuvo, el pellejo (tuvo que ser protegida de agresión masiva en alguno de sus muchos viajes a Murcia).

En realidad, Valcárcel había sido el primer predicador de la desalación. Pero para esto hay que internarse en el túnel del tiempo y consultar hemerotecas que ya amarillean. Antes de ser presidente, a mediados de los 90, el PP en el ámbito nacional era refractario a los trasvases mientras los socialistas manejaban el concepto de solidaridad interterritorial. Con Valcárcel ya en el poder fueron cambiando las tornas. Uno de los grandes problemas del PSOE es que al cabo de los años todavía no ha conseguido inculcar entre sus afiliados y simpatizantes el cambio en una política que éstos siempre han identificado como genuina.

El PP ha sustituido cómodamente a los socialistas en una demanda que en esta Región, eminentemente agrícola, es fácil de activar como eje central. Y esto a pesar de una montaña de incongruencias, pues la experiencia ha demostrado que el PP, fuera de la Región de Murcia, en realidad es tan cicatero en la política trasvasista como el PSOE. Recordemos el intento de clausurar el Tajo-Segura por Cospedal, que no era una secundaria en la estructura de los populares, o la aprobación del Memorándum en la etapa Rajoy que restringía los caudales trasvasables. Y que una de las ministras del Gobierno central que más dolores de cabeza ha dado a López Miras fue su compañera de partido Tejerina, antecesora de la actual Ribera. Uno ha escuchado al actual presidente decir de aquélla cosas menos amables que las que dice de ésta. La prueba de fuego, en definitiva, será la evidencia de que el PP de Feijóo no aprobará la iniciativa parlamentaria de la Asamblea Regional que pretende que el Congreso revoque los últimos recortes del trasvase. Provocar esa votación, si se produce, es una temeridad por parte de López Miras, pero servirá para clarificar muchas cosas incluso a su pesar.

La desaladora de Escombreras, como era evidente incluso desde el inicio del proyecto, no venía a ser una alternativa, sino que se constituyó como un chiringuito con el que justificar de manera virtual la existencia de unos recursos hídricos que permitían mantener la desaforada construcción de viviendas, incluso en aquellos lugares en que no era practicable transportar el agua que teóricamente produciría. Y esto en el contexto de sustituir a la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS), que debía autorizar la expansión urbanística de acuerdo a la disposición del recurso agua, por un llamado Ente Regional que se haría cargo de dictaminar al efecto.

Resulta curioso que a la vez que las críticas al Programa Agua de Narbona incidían en que el Gobierno nacional quería conducirnos a la autarquía, Valcárcel creaba una institución y una infraestructura locales que pretendían sustituir el organismo regulador nacional y las obligaciones del Estado para invertir en la dotación de recursos. Otra vez la paradoja: la autarquía es mala si la decide el Gobierno central, y buena si es impulsada por el regional.

La desaladora de Escombreras no se justificaba, en la práctica, ni para usos agrícolas ni industriales ni para uso doméstico. Tenía la exclusiva intención de avalar el desarrollo urbanístico en plena expansión de la burbuja inmobiliaria. El fiscal sugiere en su escrito de acusación en el caso La Sal que Valcárcel practicó una huida hacia adelante. Y así parece ser a la vista de la maraña del entramado, establecido mediante lo que se entiende como ingeniería corporativa y administrativa. Las dificultades que se iban encontrando para poner en marcha la instalación y financiarla, en vez de aconsejar la retracción, impulsaban a enrollar más y de cualquier manera la madeja, hasta el punto de que sólo expertos en identificar estos tejemanejes pueden seguir el hilo de tanto artificio y tanta empresa interpuesta, creada ad hoc.

En su conjunto, todo esto parece una chapuza, sin duda hilvanada desde la concepción de la impunidad que algunos creen que ofrece el poder mientras lo ejercen. Y como es habitual en este tipo de chapuzas, cuando los empresarios implicados advierten que el proyecto obedece a urgencias políticas, y más si son de sesgo personalista, el riesgo siempre cae del lado del contribuyente, pues los inversores son los primeros que desconfían de la viabilidad económica de ingenios tan alambicados. En seiscientos millones de euros se puso en ventura el presupuesto regional con este invento destinado a favorecer a constructores, algunos de ellos empleados en una carrera depredadora, pero creadores momentáneos de empleo y, por tanto, de votos.

No es el único caso en que en la era Valcárcel alguno de los mastodónticos proyectos encargados al sector privado ha contado con el aval del presupuesto regional y (qué sorprendente ¿verdad?), éste siempre ha debido ser activado. Véase el caso del aeropuerto regional. Conviene subrayar, de paso, que la providencia de que Alberto Garre gobernara durante un año la Comunidad y que, en ese fragmento temporal, se dieran momentos decisivos para tomar decisiones respecto a una y otra infraestructura, evitó males mayores. Su visión legalista de la gestión chocó fuertemente con la dinámica de ‘adelante a cualquier precio’. Y así le fue en el PP.

Junto a Valcárcel, en el conjunto del asunto La Sal, aparece la figura de Antonio Cerdá, su sempiterno consejero de Agricultura y Agua, un hombre poco amigado incluso con las concepciones más laxas del medio ambiente, departamento que aceptó a regañadientes y que, cuando pudo, se lo quitó de encima. Es él, sin duda, el ingeniero de todo esto y tal vez por esa consciencia ha hecho todo lo posible por salvar a Valcárcel de éste y otros casos, como el de Novo Carthago, hasta el punto de que en algunos círculos se comenta la extraña disposición al sacrificio personal de intentar cargar con todo para tratar de evitar que su jefe político no se enfrente a posibles condenas inevitables. Sin éxito, ya se ve.

A efectos políticos, la imputación de Valcárcel en un caso de esta trascendencia (11 años de cárcel, 74 millones de fianza y una inhabilitación de por vida en la petición de la Fiscalía) supone la puesta en cuestión de la etapa troncal del PP en el poder. Pero si a esto le sumamos la reciente condena a tres años de prisión de Pedro Antonio Sánchez, sucesor que simbolizaba el cambio generacional y quería significar el inicio de un nuevo arranque, el partido en el Gobierno queda fuertemente tiznado por una estela de supuesta o acreditada corrupción, tanto más cuando uno y otro presidente han sido presentados en el último congreso del partido, para el tiempo presente, como referencias insoslayables; Valcárcel, además, era el presidente de honor de la actual dirección. Por esto resulta tan brillante el lema de precampaña de la candidata de Cs a la Comunidad, María José Ros: «Mereces una presidenta que no acabe en la cárcel». No se puede decir más con menos palabras.

Al fiasco de la corrupción hay que añadir su inevitable consecuencia relativa a la gestión. Tanto despilfarro no ha dejado siquiera una triste herencia aprovechable para construir desde las ruinas. Quienes concibieron la desaladora de Escombreras y del modo como lo hicieron no pueden pavonearse de buenos gestores, pues sólo han aportado escándalo, descrédito y desolación. Aquella triunfal política del ‘agua para todos’ ha acabado trayendo menos agua y muchos lodos.

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