Todo por escrito

Silencio

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Últimamente paso mucho tiempo en silencio. La mitad del día me dedico a hacer tareas que requieren concentración y soledad. Lo más curioso de este semiaislamiento voluntario es que me ha hecho descubrir que, aunque el silencio ajeno es posible, el propio es una quimera. Porque cuando el ruido exterior cesa, hace acto de presencia ese caótico e incesante flujo interno de palabras que llamamos pensamiento.

Todos suponemos que, lejos de la vorágine cotidiana y las obligaciones, tendremos al fin acceso a esas grandes ideas que habitan en nuestra mente. Sin embargo, cuando nos quedamos solos descubrimos que, la mayoría de las veces, nuestro diálogo interior no resulta tan elevado como nos gustaría. A mí, normalmente, me sorprenden reflexiones como «esa mancha de la pared ayer no estaba» o «aquella señora se parece mucho a su perro...». 

Es decir, por norma general, la soledad nos sitúa ante un espejo que acentúa esos defectos que tanto nos esforzamos en ocultar a los demás: nuestra trastienda interior de pequeñas miserias y trivialidades. Los expertos en ‘mindfulness’ incluso han llegado a contabilizar el número de pensamientos inútiles que tenemos al día: un total de 60.000. Pocos me parecen. 

Nuestra propia compañía no siempre es el más atractivo de los planes, ya que nos hace ser conscientes de nuestro vacío, de manera que acostumbramos a priorizar todo lo demás, excepto a nosotros mismos. Así, nos engañamos repitiéndonos mantras que perpetúan nuestras aceleradas vidas, como «ya pensaré en eso mañana», «reduciré el estrés después de que pase esta racha» o «me dedicaré tiempo cuando me jubile». 

Vivimos hacia fuera, nos entregamos por completo a lo externo y perentorio, pero «solo quien mira hacia dentro, despierta», observó Jung. Hay un maestro en el arte de la soledad y el retiro voluntario: Henry David Thoreau, quien explicó con las siguientes palabras por qué decidió renunciar al entorno urbano y vivir en la soledad del bosque: «Me retiré porque sentía el deseo de vivir con reflexión, de acercarme más a la vida real, de ver si yo podía aprender lo que ella era capaz de enseñar, para que, llegada la hora de la muerte, no me viera obligado a ver que no había vivido». 

Thoreau pasó dos años en el lago Walden, de 1845 a 1847, en una cabaña que construyó él mismo, para descubrir que aspectos de su persona, hasta ese momento ocultos, se manifestaban en la soledad de la naturaleza. Para ello, tuvo que liberarse «del excremento de las opiniones, de los prejuicios, de la tradición, del engaño y de la apariencia», escribió, e incluso dejar de ser «esclavo y prisionero» de la concepción que tenía sobre sí mismo. 

El silencio puede resultar perturbador e incómodo cuando nos resistimos a mirar hacia ese abismo interior, que nos devuelve un reflejo deformado de nosotros mismos, pero una vez superado el vértigo inicial, se convierte en un fiel compañero que nos serena en la incertidumbre y nos alienta en el desempeño de nuestros propósitos. 

Incluso en esos días en los que la cháchara trivial toma el control, no debemos rehuir la compañía del silencio, ya que identificar la ‘basura mental’ que orbita en nuestro cerebro es el primer paso para desactivarla o reconducirla. 

Todos necesitamos ‘retirarnos’ del mundo, aunque sean quince minutos al día. La reflexión nos permite apuntar directamente hacia aquello que queremos, concentrarnos en lo valioso y esencial para nosotros, sin dejarnos distraer por las opiniones ajenas ni el ruido de fondo. Nunca seremos libres si dejamos que sean otros los que decidan la dirección de nuestro pensamiento. 

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