Opinión | Festina lente

El filo de la sospecha

Charo Guarino

Charo Guarino / L.O.

Vuelvo de mi último viaje a la capital de España escribiéndome encima. Habrá quien entienda esta sensación de olla express, con estímulos de todo tipo que pugnan por brotar en forma de palabras que bullen dentro. Y es que son muchas las circunstancias concomitantes, entre ellas, dominando y condicionando al resto, el preocupante aumento en los últimos días -y sigue- de casos de contagio por SARS-CoV-2, que coincide sospechosamente con síntomas ‘compatibles’. 

Mi hija, estudiante de Medicina, me advierte: «mamá, esa tos…». Sin saber muy bien qué hacer -tras una noche in albis previa a la partida, en la que pido cita online para que me llamen del centro de salud por ‘sospechas’ (llamada que no se dio)- compro en una farmacia test de antígenos que arrojan resultado negativo y decidimos partir rumbo al destino anhelado, un oasis previo a las fiestas navideñas, pasado el puente de diciembre, esperando no encontrar por ello demasiadas aglomeraciones y con el propósito tácito y táctico de huir de ellas en su caso. 

Pedro Cano. Empeoro, como era de esperar en cualquier proceso catarral, sin que llegue la sangre al río, pero con el termómetro en 38ºC. Y otra coincidencia: no debo alarmarme pero… me dice Pepi que de los 31 comensales de la celebración del día 1 de diciembre parece que hay dos o tres con síntomas que han dado positivo. Trato de no preocuparme más. Incluso cuando en los días sucesivos el número asciende a siete y se extiende a contactos directos. Un porcentaje que por lo menos da que pensar, y no en nada bueno.

Cancelo, previa consulta con las personas interesadas, entre las que lógicamente se dan opiniones y posturas encontradas, otra cena prevista para el 17 de diciembre. Nueva prueba de antígenos, de nuevo negativa. Respiro-suspiro. Con sensación de bomba de relojería andante a pesar de ello, pertrechada con ffp2 y enmascarada incluso por la calle, camino y camino cariacontecida y taciturna a ratos pese a la inmejorable compañía. Flâneurs de un Madrid mucho menos abarrotado de lo que nos imaginábamos, visitamos distintas exposiciones con una afluencia de público relativamente baja, muchas de ellas magníficas. Destaco de entre todas Identidad en tránsito, de Pedro Cano, pretexto de nuestro viaje, si es que Madrid precisa tal cosa. En esta muestra el universal pintor de Blanca presenta una gran crisis humanitaria de finales del siglo XX a través de una veintena de representaciones a cuerpo completo en tamaño natural, además de otras tantas en formato reducido focalizado en el retrato del busto, recogidos en el excelente catálogo obra de José Luis Montero, personalizando de forma anónima -con el enigma añadido de que los personajes están pintados de espaldas- el drama de los cerca de veinte mil albanos llegados al puerto de Bari, en Italia, hace treinta años, en busca de un mundo mejor, y consigue con sus pinceles el milagro de la paradoja de que el espectador se identifique con estas identidades desdibujadas, en tránsito, como lo estamos todos en realidad, en este permanente viaje que es la vida. 

Frida Kahlo, Alfonso X, Ad Reinhardt, Alix y Haro, la remodelación del Reina Sofía, Steve McCurry... ocupan nuestro tiempo y nos deleitan, y, a otro nivel también lo hacen los caracoles y los callos en el barrio de La Latina, un bocadillo de calamares y unos torreznos, las delicias de un restaurante hindú o las de un peruano en el que nos acompaña Paco. Me resisto por cautela a compartir un plato. «No vaya a ser…». La sospecha sigue planeando, y no me quedo tranquila hasta que, ya de vuelta, tras toda una tarde en urgencias, me someto a una pcr de la que a primera hora del día siguiente Marisa me adelanta amablemente el resultado. Me apresuro a enviar un sms a Paco el primero, para que descanse tranquilo en el continente americano, y no siga royéndole la incertidumbre del ¿y si…? Positivo desenlace, pues, como muy positivo ha sido el viaje, rebosante de buenos momentos, pero también teñido de la ominosa sospecha siempre latente, y de sus ineludibles consecuencias, del cansancio de darle vueltas a la cabeza y tratar de no exteriorizarlo para que no te tomen por paranoica, del temor de la probabilidad, de resultar falsamente negativa pese a ser sintomática, cuando tantos asintomáticos son positivos. 

Inevitablemente, habrá al menos dos posturas entre los lectores: la de quienes consideren que fue una osadía viajar sin encontrarse ‘en condiciones’ y la de los que por el contrario sostengan la necesidad de vivir sin estar constreñido a temores infundados, incluso cuando las dudas son razonables. Quienes me vean como Prometeo o Epimeteo: claves opuestas. Entre mis defectos -aunque uno mismo no es el mejor juez para ellos ni para supuestas virtudes, que en todo caso serán una u otra cosa según los ojos de quien lo mire- creo que no se encuentra la de ser hipocrondríaca, y pienso que la prudencia suele acompañarme. Estoy vacunada con pauta completa desde el mes de julio, no soy ninguna heroína de leyenda, pero no temo por mí, sino por aquellas personas vulnerables con las que estoy en contacto a las que, de contraerla, pudiera transmitir la enfermedad. 

Raquel me envía el vídeo de un conocido anuncio actual que sintetiza lo que he tratado de expresar con mayor o menor fortuna: que la vida es acojonante. Con toda la ambigüedad intrínseca en tan ‘ovocéntrico’ coloquialismo. Cada día nos encontramos en situaciones similares a la referida y, pese a las precauciones, sin necesidad de que las celebraciones tengan nada que ver con Sodoma y Gomorra, es fácil que se den contagios. 

He dudado si escribir acerca de este recurrente tema por lo cansino que resulta y por la exposición a que me enfrento. Me he decidido porque sé que no soy la única que se percibe en una montaña rusa permanente, como rusa parece la ruleta cuando nos quitamos la mascarilla. Quién sabe, tal vez mi testimonio pueda servir a alguien a sentirse menos solo y menos raro.