Con 31 años de retraso se ha juzgado al ex coronel Orlando Montano, exministro de interior de El Salvador, y miembro de la cúpula militar, como uno de los autores de la matanza )él firmó la orden) de los sacerdotes jesuitas, entre los que se encontraba el conocido y comprometido pensador Ignacio Ellacuría. Ocho asesinatos (cinco españoles y tres salvadoreños). La Audiencia Nacional dictó hace pocas semanas sentencia condenatoria, como uno de los 'autores intelectuales', también hubo instigadores y, por supuesto, también los hubo ejecutores, de la masacre de religiosos, como igual hubo quienes lo sabían y lo silenciaron. Pero solo la cabeza de turco está disponible para que se cumpla la única, y tardía, justicia posible. A pesar de ello, el fallo es preciso en sus términos: «Fue Terrorismo de Estado». El caso es que en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, un grupo de militares del batallón Atlacatl, en cumplimiento de una orden dada por la cúpula militar salvadoreña, irrumpieron en la UCA (Universidad Centro Americana) en Cañas, asesinando a su rector, Ignacio Ellacuría, a cuatro sacerdotes jesuitas españoles más, a un secretario, y una servidora junto a su hija. Esos fueron los hechos.

El motivo del porque los mataron sigue siendo una incógnita a gritos. No fue por su colaboración con la guerrilla, como vil y torticeramente lo acusaron sectores acomodados de la Iglesia salvadoreña (con el silencio cómplice del Vaticano, por cierto), ítem más, Roma, con Wojtyla como Papa y con Ratzinguer frente a la Congregación de la Doctrina de la Fe (antiguo Santo Oficio), participaron en tal aquiescencia. No. Los asesinados eran personas de paz que siempre habían condenado la violencia, viniese de donde viniese. Como atestigua el sacerdote y teólogo J. J. Tamayo, cuatro fueron las causas por las que fueron criminalmente sacrificados. La primera, porque habían señalado ante el mundo la realidad de la pobreza y las injusticias sociales, acusando además a los responsables de ello. Otro filósofo y prestigioso cura, Jon Sobrino, asegura que eso no se perdona. La segunda fue por abundar e insistir en la denuncia de la alianza de los poderes políticos, económicos y militares, con la alta burguesía y el apoyo del episcopado y sector acomodado del clero, por lo que, por cierto, ya le costó la vida también a monseñor Romero, nueve años antes, ametrallado mientras decía misa. La tercera, porque, tras diez años de guerra, Ellacuría eligió la opción evangélica de los más pobres, los perseguidos, los más miserables esclavos de una oligarquía muy católica y muy anticristiana a la vez. Eligió la doctrina de la compasión, defendió a las víctimas y recriminó a los verdugos, y se puso del lado, usando sus mismas palabras, del 'pueblo crucificado'. Y la cuarta razón, porque asumieron el diálogo y la negociación para lograr la paz, pero, sobre todo, la justicia. Y en ese campo, y no en el de la violencia que solo justifica más violencia contraria, es donde quedan a la luz las mentiras, las falsedades y las hipocresías. En tres palabras: Ellacuría sabía demasiado.

Hace una década, aproximadamente, otro J. Ignacio Ellacuría, éste periodista de La Vanguardia, sobrinonieto del entonces rector y sacerdote jesuíta asesinado, estuvo por esta región, montando una serie de artículos sobre la inmigración. Contactó conmigo para que le echara una mano, como vicepresidente de la COEC y juez de paz, donde entonces batía armas. Y lo cierto y verdad es que entre las conversaciones que mantuvimos tuve la oportunidad de incluir fuera del tema que nos ocupaba, como no podía ser de otra manera, lo de su tío-abuelo. Y no me insinuó nada, no, me lo dijo bien claro, que la familia, como en la Compañía entonces, como en tantos sectores progresistas de la Iglesia, no tenían la menor duda de que «detrás de todo esto estaba la CIA norteamericana y la católica Iglesiar romana», así, con esas mismas palabras. Naturalmente, tales sospechas, porque sospechas siguen siendo al fin y al cabo, y en sospechas se quedarán, están fundadas en la absoluta inacción y la echada de indigna tierra encima por parte del Vaticano, las evasivas dadas a familiares, allegados y compañeros religiosos, las penosas justificaciones vertidas a favor de los verdugos, y el ominoso manto de olvido y silencio en el que, desde entonces, ocultó la figura de Ellacuría, de los sacerdotes caídos, y de los hechos conocidos. No fue más que la confirmación de lo que ya muchos sospechábamos al fin y a la postre.

Porque, a esa misma postre, aquello no fue otra cosa que un episodio más, éste terriblemente sangriento, de aquella igualmente enterrada Teología de la Liberación que corrió por América LatinaNaturalmente que todos estos mártires no figurarán nunca en el santoral de esa Iglesia.