A algunos, de edad más bien provecta, rosa nos trae el sonsonete melancólico de una tarde brumosa de octubre en que el aula toda recitaba el cambiante rosa, rosae, que en latín daba nombre a la flor del rosal, «notable por su belleza, la suavidad de su fragancia y su color generalmente encarnado poco subido». Y el tacto amanoso de sus pétalos y su olor acariciador nos traslada al pequeño jardín adosado a la casa o a la huerta umbría fecundada por húmedas acequias, en cuyos rincones, ribazos y bardas crecían los rosales rastreros, de pie o trepadores con su arcoíris de rosas de tonos rosa, blanco, amarillo, rojo reventón y otros mil colores, formando pomos de flores pequeñas, medianas o grandes como puños, enredados en una trama de tallos sarmentosos o cubiertos de fuertes aguijones.

La rosa, con sus connotaciones románticas, hizo que el Florentino Ariza de García Márquez, trastornado por la dicha, se pasara las tardes comiendo rosas mientras leía las cartas de su amada, y su colorido simbolismo, a este enamorado y todos los timoratos, los sumía en mil dudas a la hora de elegirla como presente.

Otros, menos sentimentales y más prácticos, verán en ella la mancha hereditaria que tenemos en una parte del cuerpo, la flor del azafrán, los redondos calados del arte románico o el círculo que encierra los rumbos de los vientos. A los eufóricos les servirá para decir que están tan frescos como una tal, los pesimistas pensarán que no hay rosa sin espinas y los buenos lectores rememorarán las enredadas intrigas de El nombre de la rosa.

Y no pocas mujeres privilegiadas llevarán el nombre que las hermosea al identificarlas con las tales, para gozo de quien las ama.