Quemados es poco. Muchos, a los que la cremà del 24, pero «M» no «J», se llevó por delante siguen petrificados un mes después. No dan crédito ni saben para dónde tirar. En ciertos casos han sido portadores de un poder absoluto y ahora hasta les cuesta enfundarse el traje de plebe normal. Dejaron de comportarse como tal nada más tomar posesión y, aunque no hayan sido un dechado de soluciones precisamente, están acostumbrados a que los asedien en busca de una buena posición. Eso solo les pone.

Sin embargo, el teléfono ha dejado de sonar. Es más, el móvil ni siquiera les pertenece y algún que otro que se resiste a devolverlo, a reinventarse ya me contarán. Cuanto más tarden, más dura será la travesía para aquellos dispuestos a emprenderla. No se recreen en lamerse las heridas ni en echarle el muerto al fiambre de al lado porque tampoco olviden el tiempo que anduvo de parranda. Parte de los que han ocupado los salones en su lugar y que desde ellos padecieron desprecio, han asomado la patita incluso antes de entrar.

Así que reseteénse. Los sufridores les necesitan fuertes en el nuevo papel y no donde estaban. Porque no se engañen, ellos sí que saben lo que es pasar fatiguitas. Para no pocos de los descabalgados, el acomodo pasa por dejar sitio, apartarse de manejos e irse a la Conchinchina como muy cerca.

Los que opten por volverlo a intentar, laven la camiseta, mejor centrifúguenla, cesen de agobiarse por el arca perdida, respiren hondo y, de paso, dejen respirar. No se engañen ni intenten volver a timar, que suficientemente empinada es la cuesta que venimos subiendo durante demasiados años como para que algún preboste junte las manos y pretenda pasar a la posteridad investido de buen creyente al lado del crucifijo pintado por un amiguito del alma, retrato en el que destaca la ausencia de un tono. Sí, temor de Dios.