Horrorizadas por el degüello de su compatriota James Foley, las autoridades de Estados Unidos dicen que nunca se había visto una atrocidad así, pero eso será que frecuentan poco la videoteca de Internet. Hace ya más de una década que las gentes ebrias de Corán vienen difundiendo las imágenes de sus «ejecuciones», término un tanto exagerado con el que aluden a la matanza a cuchillo tocinero de cualquier impío que tenga la desgracia de caer en manos de los beatos más extremados de Alá. Quienes parecen haber perdido la cabeza son, en realidad, los que gobiernan el mundo desde la Casa Blanca. Fueron sus servicios de inteligencia militar -pura contradicción entre los términos- los que dieron alas con dinero, entrenamiento y armas a los combatientes islámicos que allá por los años ochenta luchaban contra las tropas de la Unión Soviética en Afganistán. Basta echar un vistazo a las películas de la época, protagonizadas por Sylvester Stallone y otros rambos, para comprobar que los muyahidines eran entonces los buenos a quienes América apoyaba frente al rojo invasor. Entre aquellos chiflados del Califato estaba, por cierto, un tal Bin Laden, moderno monstruo de Frankenstein al que sus creadores matarían pasados los años, no sin que antes les tirase abajo las torres gemelas de Nueva York. Podría esperarse que la autoridad mundial al mando aprendiese de sus errores, pero quia. El actual presidente Barack Obama, por ejemplo, se ha hecho también un lío con los buenos y los malos de una película en la que todos son peores. Prueba de ello es que hace apenas un año quería atacar al régimen, ciertamente asesino, de Bashar al-Asad en Siria; y ahora planea redirigir sus bombas al bando islamista de enfrente tras descubrir que los muyahidines son aún más bestias que el presidente aficionado a las armas químicas. Un simple -y atroz- vídeo bastó para hacerle cambiar de opinión, por lo que parece. Esta tendencia a confundir al enemigo principal con el secundario es más bien reciente en la historia de Estados Unidos. Efectivamente, hubo un tiempo en el que la política exterior de esta superpotencia se basaba en los principios del primer ministro inglés Lord Palmerston: aquel que aseguraba con razonable cinismo que «Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes; solo intereses permanentes». Fiel seguidor de esa escuela, el presidente Franklin Roosevelt apoyó las brutalidades del dictador Tacho Somoza en Nicaragua, por más que alguno de sus asesores le hiciese notar que el tirano era un auténtico malnacido. «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta», respondió sin inmutarse Roosevelt.