Siempre era grato encontrarse con él. Tenía ese sentido mediterráneo, en su sentido más limpio, el de la almendra y el mar, de la amistad y la relación: equilibrado, afectuoso sin aspavientos, un griego. Un ateniense, con más precisión, enciclopédico en sus curiosidades, como cualquier periodista verdadero.

Su periódico, La Razón, que era él, siempre estuvo abierto a todo y a todos, como una casa de acogida, piadosa con esta profesión de juntaletras y mosqueteros a la que dedicó su vida desde la Barcelona maravillosa de los ochenta, aquel batiburrillo que se cargaron los lerdos nacionalistas para su disgusto y el mío.

Cuando nos encontramos, ya en este siglo absurdo, supimos que habíamos arrostrado vidas paralelas, incluyendo la poesía, una de sus grandes querencias, de la que poca gente sabía. Y la frontera, la suya entre Aragón y Castilla, entre el valenciano y el castellano. La mía, entre Castilla y Granada. Y la frontera te hace siempre paradójicamente más libre, menos sectario.

Ahora se nos ha muerto, «como del rayo», de eso que llaman una larga enfermedad. Qué cojones, Pepe, como si la muerte no fuera desde siempre una larga enfermedad que nace con nosotros. La sabemos dentro. Lo único imperdonable es que no avise a los amigos, y que puedan decirnos a la cara estas necrológicas de mierda que siempre llegan tarde.