Tres acontecimientos de los últimos tiempos han reforzado, en mi opinión, la sensación, que estimo generalizada, de que nos hallamos inmersos en un proceso de agotamiento del modelo social y político que más temprano que tarde va a precipitar su colapso: se percibe colectivamente una impresión de decadencia, de que esto no da más de sí.

El primero de aquéllos hace referencia al fiasco de la candidatura olímpica de Madrid 2020. Y no me refiero al hecho de que la capital de España fuese rechazada en su ambición de organizar los Juegos de ese año. Hablo del contexto, determinante en la percepción que se tiene de este país, en que se produce dicho rechazo. Sencillamente, una España con un 27% de paro, rescatada por la troika (aunque algunos consideran que el rescate bancario no merece esa consideración) y engangrenada por la corrupción de buena parte de los poderes del Estado, no parece ofrecer una garantía para la celebración de un evento de esas características. Añadamos a ello la imagen torpe e incompente, rayana en lo cómico, que ofreció una parte de la delegación española, junto a la exhibición de esa picaresca tan hispana, de ese espíritu de los 'aprovechaos' y 'recomendaos' que consistió en trasladar a Buenos Aires nada menos que a una delegación de doscientas personas (casi el doble que la vencedora japonesa), y entenderemos a la perfección que la llamada marca España no está en sus mejores momentos.

La segunda de las impresiones a que aludía arriba nos remite al discurso oficial vigente en relación a la presunta superación de una crisis de la que ya estaríamos saliendo. Los 31 parados menos del mes de agosto (lo cual no es real, dado que cayeron en 99.000 las afiliaciones a la Seguridad Social) casi merecen, por parte gubernamental y aledaños, la declaración de un día de fiesta nacional, con desfile incluido por la Castellana de esos 31 afortunados.

Nadie entiende la euforia casi enfermiza que destilan las declaraciones oficiales al hablar del incremento de nuestras exportaciones o de las cifras récord de turismo extranjero. Y no se comprende porque esas expresiones positivas son el reflejo de una sociedad empobrecida cuyos niveles de desempleo no van a reducirse significativamente en muchos años, así como de un país cada vez más desigual relegado por los poderes imperiales a la condición de periferia suministradora de servicios baratos.

Y lo triste es que nuestros dirigentes aceptan ese papel, arrojando a la basura el potencial humano y productivo que poseemos como país, desperdiciando la capacidad de trabajo de millones de personas. Una vez más, en nuestra historia, la dirigencia política se pliega a los designios de poderes foráneos y de oligarquías parasitarias y especulativas a los que no interesa la modernización de España. Por último, la tercera manifestación de este desastre histórico que estamos viviendo es la pujanza del independentismo catalán, que abarrota las calles de manera creciente. La actitud cerril del Gobierno central en relación al Estatuto catalán elaborado en su día, junto al hecho de que el proyecto de una España mediocre, subalterna y depauperada que tiene en cartera el poder no seduce a los catalanes (ni a ningún otro pueblo del solar patrio), han alimentado las tendecias segregacionistas, como no podía ser de otra manera.

En definitiva, asistimos a un proceso de descomposición social y territorial que evoca el desastre de 1898. Hoy, como entonces, padecemos un poder político incompetente, corrompido y situado en la estela de intereses que nada tienen que ver con el avance de esta nación de naciones que es España. De este estado de cosas ha de surgir, por fuerza, un movimiento opuesto de naturaleza regeneracionista. Patriótico en el sentido sano del término, capaz de articular un nuevo marco de relaciones entre los diferentes pueblos de la geografía hispana, e impulsor de unos robustos servicios públicos que alienten una sociedad productiva e igualitaria. Todo esto se llama proceso constituyente, que no es otra cosa que la alternativa a esta decadencia insufrible.