Los resultados de la última Encuesta de Población Activa sólo ofrecen una más de las numerosas variables de un problema complejísimo cuya resolución -y aún menos los procedimientos que se empleen para ello- jamás logrará la unánime satisfacción de los interesados. La cifra de casi seis millones de desempleados no es antojadiza, aunque tampoco fidedigna. Y no tanto porque en sentido estricto tales ciudadanos carezcan de un empleo formal, sino porque la realidad expresa otra serie de aspectos quizás mucho más preocupantes que determinan la conducta de los trabajadores en España y, por extensión, de todas aquellas personas que dependen de ellos.

En primer lugar, es necesario partir de la premisa de que todos los ciudadanos necesitan de una o varias fuentes de ingresos para sobrevivir, y no todas provienen de un empleo reglado, aunque sí del trabajo en no pocos casos. Basta con comprobar las escandalosas cifras que revelan la buena salud de la economía sumergida en España para entender el alcance del problema (el 24% del PIB, según datos de FUNCAS). A ello se suma la creciente población dependiente, ya sea de un subsidio, una pensión o del patrimonio inmovilizado más o menos opaco. Y si alguien aún cree que tener un trabajo es garantía de solvencia y estabilidad, no tiene más que pensar en los millones de españoles que reciben un sueldo de miseria, que cobran tarde o nunca a causa de las dificultades de sus empresas o que han perdido poder adquisitivo a causa de la presión fiscal y los recortes.

No le falta razón pues al presidente de la patronal cuando considera exageradas las cifras publicadas por la EPA, aunque su interpretación contiene una dosis escandalosa de cinismo en tanto que no reconoce la responsabilidad de sus asociados en semejante realidad. Cuando el beneficio determina el funcionamiento de una empresa es inevitable que las relaciones laborales se vean alteradas por todo tipo de ardides, alimentados por la necedad del empresario y la condescendencia del trabajador; el uno, ávido de lucro, y el otro, de estabilidad cuando no también de negligente provecho.

Precisamente, un dirigente sindical me confesó hace ya más de un lustro -cuando todo parecía ir bien en este impulsivo país- su preocupación por el aumento de los pagos en dinero negro a los trabajadores que se realizaban en no pocas empresas, y alertaba del grave problema que ello suponía en tanto que al no constar tales ingresos el empleado padecería en el futuro una merma considerable en su pensión. Aunque lo que realmente le amargaba era que los trabajadores aceptaran con agrado tales prácticas.

No es por tanto esa una práctica desconocida en este país, por lo que asombra que hoy resulte sorprendente que a algún empresario se le acuse de ello, tal y como ha sucedido con el presidente de los empresarios madrileños (lo único interesante en este caso es que precisamente ahora se implique en un asunto así a uno de los más fervientes seguidores de la ex presidenta de esa comunidad). Sea o no cierta tal acusación, lo único que prueba siquiera la sospecha es que el problema del mercado de trabajo en España no radica tanto en la contundencia de las estadísticas como en la conducta poco ortodoxa de algunos empleadores y trabajadores. La cual se exacerba en periodos de crisis económica como el que atravesamos ahora.

La carencia de una cultura del trabajo construida en la compraventa de esfuerzo y aptitudes, a favor de una percepción proteccionista del bienestar particular basada en la estabilidad conduce casi siempre a una distorsión de esas relaciones laborales propia de estructuras socioeconómicas deshumanizadas, en tanto que el trabajador no se considera un activo real de la empresas, sino un mero recurso adaptable al beneficio. Modelo que se favorece de la llegada al poder de partidos propicios a las doctrinas ultraliberales que, como en España ahora, diseñan políticas que supeditan al trabajador a los estrictos intereses de los empresarios sometiéndolo a la aceptación de unas condiciones laborales leoninas que se alimentan primero del miedo y luego de la desesperación.

Y así la tremenda mezcla de incultura laboral, necesidad y desesperación devuelve a los empresarios sin escrúpulos esa famélica legión de parias dispuesta a aceptar el salario del miedo. Lo grave es que la terrible alternativa de la miseria o el desarraigo impulsa al ciudadano no tanto a la resignación que implica una resistencia, como a esa aceptación que engendra el convencimiento de la explotación como vía idónea hacia el bienestar. El trabajador renuncia así incluso agradecido a su condición social para convertirse en parte de un sistema que lo cosifica, apropiándose de su voluntad, condicionando su discernimiento y privándole en suma de su libertad.

Este es el hábitat perfecto para el desarrollo de delirios empresariales amparados en fabulosas inversiones que embriagan a los incautos, a los que nada habría que reprochar en principio si sus promotores asumieran las reglas que rigen para cualquier otro emprendedor, y asumieran las consecuencias de sus inversiones. Lo grave es cuando tales empresas seducen al poder político y desde las instituciones que dirige se les dispensa un trato privilegiado y bochornosamente entusiasta, impropio de un país con un ordenamiento legal sólido que se precia de preservar el interés común. No es aceptable que un Estado se valga del drama del paro para prostituirse al capital de la forma que lo están haciendo algunos de sus representantes, dispuestos incluso a someter a la mismísima ley a las exigencias del beneficio particular. Cuando los gobiernos son incapaces por sí mismos de proporcionar a sus ciudadanos los medios para obtener el bienestar impulsando la inversión pública en aquellos sectores estratégicos que permiten el desarrollo económico y, en cambio, les privan de la dignidad al someterlos a la explotación plegándose con fervor a las exigencias de los depredadores, no contribuyen más que a adoptar como propia la condición de Estado paria; ese en el que la ley y la honorabilidad se venden al mejor postor.