Escribo justo 34 años después de mi último acto de auténtica militancia política, cuando hice de interventor en una mesa electoral el día del referéndum constitucional, culminando así la frenética actividad que mantuve aquellos días defendiendo, ante amigos y familiares remisos, la importancia que tenía el que, de cara al futuro, diéramos un amplio respaldo al proyecto de Constitución. Lo hice tras vencer dudas surgidas del desencanto generado por algunos aspectos de un texto negociado, no cabe olvidarlo, con el franquismo aún sólidamente instalado en el aparato del Estado. A la mañana siguiente, volví al trabajo sin haber dormido pero descansado: pensar que había contribuido a lograr el resultado deseado me compensaba sobradamente. Poco después comprobé, en carne propia, lo acertado que estuvo Churchill „un personaje que me repele porque resultó decisivo para que España, acabada la Guerra Mundial, tuviera que vivir aún treinta años más bajo la bota de aquel execrable dictadorzuelo gallego„ al decir que el grado máximo de enemistad entre humanos se da entre compañeros de partido y dejé la militancia. Aunque he mantenido mis convicciones, nunca más volví a militar: ya no era necesario, pensé; el marco constitucional nos protegía.

Ese fue mi error y el de otra mucha gente. Debimos reaccionar cuando, más adelante, tipos que habían pedido el no o la abstención en aquel referéndum „como ese petulante expresidente que acaba de sacar unas Memorias que vuelven a poner de manifiesto lo contento que está de haberse conocido„ se autoproclamaron garantes únicos de la Constitución, decretando su inamovilidad eterna. ¿Eterna? Bastó que frau Merkel decidiera que su texto debía prohibir los déficits para, en un pis pas, ¡zas, Constitución reformada! Debimos presionar cuando, a partir de 1982, hubo una mayoría progresista clara para que el Estado, sin ambigüedad alguna, se definiera como laico. Debimos obligar a que se denunciaran los acuerdos pre (y anti) constitucionales con el Vaticano porque ya estaba claro que la Iglesia católica, tras el desembarco romano de la dupla polaco-alemana, volvía a sus cuarteles de invierno, o sea, a colaborar, urbi et orbi, con las derechas tras el breve espejismo conciliar. No lo hicimos así y el resultado es que el barómetro del CIS, hecho público estos días, dice que, por primera vez en 34 años, más de la mitad de los españoles no están satisfechos con la Constitución.

Seguro que el abordaje de la crisis tiene algo que ver. Por cierto: dice Rajoy que es la dura realidad la que lo ha obligado a sobrepasar las ´líneas rojas´ „la última y más sangrante, porque afecta a un colectivo que le votó masivamente, la de que no deterioraría el poder adquisitivo de las pensiones que juró respetar cuando Zapatero empezó los recortes a los que, entonces, se opuso con una vehemencia tal „¿recuerdan lo de que «subir el IVA es propio de malos gobernantes», o lo de «nosotros no daremos un duro a los bancos» „que, ahora, le sacaría los colores si tuviera vergüenza. ¿Acaso no conocer la realidad es una excusa? ¿De veras creyó que al llegar él a La Moncloa los problemas desaparecerían? No solo parecía creerlo él; Montoro, que ha tildado de éxito recaudar el 45% de lo previsto por la amnistía fiscal que, otra vez en contra de sus promesas electorales, concedió a blanqueadores y defraudadores, le dijo a otros grupos políticos en 2010: «Dejad caer a España, que ya la levantaremos nosotros».

Yo no me lo trago; Rajoy no es tonto y sabía que, si no colaboraba con el Gobierno, las cosas empeorarían y acabaría logrando una mayoría y un tiempo preciosos para imponer, a una población acobardada, su programa auténtico. Dicho y hecho: en un año ha inyectado miles de millones a bankias varias; pulverizado el derecho laboral; recortado la sanidad y la enseñanza públicas mientras Wert, ese tenaz fabricante de independentistas catalanes, aumentaba la subvención a la escuela privada, incluidos colegios que, pese a lo dictaminado por el Supremo, separan alumnos en función del sexo; ha impulsado la privatización de todos esos servicios; ha puesto tasas a la Justicia que la alejan, aún más, de los pobres; ha dado a los ensotanados lo que querían y, para ´modular´ la contestación, ha amordazado a RNE y TVE, jibarizado sus audiencias en cuatro meses, y animado a las fuerzas de orden público a reprimir todo lo que se mueve.

Pese a todo, cala la sensación, avalada hasta por el FMI, de que este camino es erróneo. Colectivos hasta ahora poco convulsos „toda la sanidad madrileña; jueces, fiscales, abogados€„ se han plantado. ¿Reflexionarán los que deben hacerlo, aquí y fuera, o seguirán hasta que ocurra el ´estallido inevitable´ que algunos han predicho?