Mi vecino —que es joven y es un aprendiz novato, un humilde cinturón blanco— se pone su ´uniforme´ de judoka como quien se enfunda en un traje de gala. Espero que su entusiasmo y amor al judo le duren muchos años. Porque creo, para decirlo con palabras de Charles Miller, que gracias al judo, un muchacho llega a sentirse un hombre; y un hombre, un rey.

Lo que más me gusta del judo es lo que tiene de deporte noble: el arte de ´luchar con gentileza´, se le ha llamado. Y con razón. Aunque pienso que el judo es mucho más que eso. No creo que exista deporte más adecuado para adquirir una perfecta y rápida sincronización de reflejos. En el judo se ejercitan todos los músculos, se ´aprende´ a respirar profundamente, se doma el cuerpo y se afina y agudiza la percepción. Pero el judo enseña, además, otra cosa. Tras el ritual del obligado saludo de cortesía, tras el protocolo judoka que tiene un no sé qué de aroma oriental, hay un profundo sentido de convivencia, de respetuosa deportividad. Y es que nunca lo cortés ha quitado lo valiente.

De mis apuntes deduzco que el judo fue creado hace más de mil años por algunos monjes budistas cuya vida contemplativa se veía alterada por bandas de forajidos. El budismo les impedía responder al ataque con la agresión, y los monjes crearon un original sistema de defensa que con el tiempo iba a convertirse el actual judo: utilizar el peso y los propios movimientos del atacante para derrotarle. El judo se caracteriza por su no-resistencia, una no-resistencia que sabiamente utilizada por el judoka le permite romper el equilibrio del agresor y derribarle.

Con el paso de los siglos, la defensa rudimentaria de los monjes budistas fue depurándose, convirtiéndose en un extenso repertorio de ejercicios, ´llaves´, etcétera, que alcanzaron su plenitud en 1882. Dicen las crónicas que fue entonces cuando el noble japonés Jigoro Kano reunió y reglamentó estas experiencias y estos ejercicios que se habían ido acumulando durante más de diez siglos. Y como todas las cosas han de tener nombre, Jigoro Kano bautizó el sistema y le llamó judo o arte de ceder. El término es tan breve como exacto. Porque en este judo o ´arte de ceder´, en esta no-resistencia es donde radica precisamente la gran palanca de Arquímedes del buen judoka. Es como un boomerang que se vuelve contra quien lo lanza.

La cortesía judoka y el protocolo del saludo son en gran parte, sí, como la buena voluntad del apretón de manos.