Ella nunca le dio demasiada importancia a su carrera. No es que no la valorara (al contrario, amaba su profesión), pero, cuando se le preguntaba por los actores y directores con los que había trabajado –algunos de ellos, de los más importantes de la historia del cine, como pueden ser Luis Buñuel, Mario Camus y Pier Paolo Pasolini–, solía quitarse méritos... Hablaba maravillas de todos ellos, y de sus compañeros –también de los grandes poetas, no podía evitarlo–, pero Margarita Lozano (1931-2022) se consideraba a sí misma una actriz amateur; y lo hacía en 1953, cuando debutó en Hermano menor, de Domingo Viladomat, pero también casi cincuenta años después, en 2001, en una entrevista con Miguel Mora para El País a pocos años de ‘anunciar’ su retirada. Decía que siempre tuvo «suerte».

Sin embargo, construir una filmografía como la suya no se consigue exclusivamente gracias al azar. De hecho, fueron muchos los medios que ayer, tras conocerse la noticia de su fallecimiento a escasos días de cumplir 91 años –lo hubiera hecho el próximo lunes, 14 de febrero, Día de los Enamorados–, se refirieron a ella como una «musa» para algunos de los cineastas más reseñados del siglo XX. Y es que además de Buñuel, Camus y Pasolini, se puede citar entre quienes alguna vez la dirigieron a Fernando Fernán Gómez, a Luis Marquina y, muy especialmente, al legendario Sergio Leone, con quien trabajó en Por un puñado de dólares (1964) –«Soy lo bastante rica como para apreciar a los hombres que se dejan comprar», decía su Consuelo Baxter–, y a los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, que la sacaron de su retiro a principios de los ochenta tras una década prácticamente sin actividad.

Basilio Martín Patino y Margarita Lozano durante el rodaje de ‘Octavia’. l.o.

Aquel fue precisamente un buen ejemplo de cómo era Margarita Lozano. Tras ganarse el respeto del cine español desde mediados de los cincuenta –hizo Alta costura (1954) con Marquina, participó en el rodaje de Manicomio (1954), con Fernán Gómez y Luis María Delgado a la dirección; en Viridiana (1961), de Buñuel, y con Paco Rabal en el reparto, y en Los farsantes (1963), de Camus, por citar algunas–, el productor Carlo Ponti se la llevó a Italia, donde se encontraría con Nelo Risi en Diario de una esquizogrénica (1968) y, por supuesto, con Pasolini en Pocilga (1969). El director de Saló o los 120 días de Sodoma (1975) le ofreció incluso hacer teatro con él: «Le dije: ‘Pier Paolo, no hablo italiano’, y me respondió una cosa preciosa: ‘Hay muchos que hablan bien pero no dicen nada», recordaba en la mencionada entrevista con El País. Pero la cuestión es que, tras contraer matrimonio con el ingeniero Sandro Magno y tener con él a su único hijo, Francisco, decidió apartarse de las cámaras.

Una mujer independiente

Y es que Lozano decía que no le gustaba la popularidad (en alguna ocasión afirmó que ir por la calle sin que nadie le reconociera era lo mejor que le podía haber pasado en su vida como artista), pero, sobre todo, no le gustaba que su desempeño profesional le restara independencia. Por eso lo dejó todo para poder acompañar en sus viajes a su marido, que era agrónomo de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). «Eran más importantes ellos [por Magno y su hijo] que mi trabajo», señaló. Así, se pasó varios años viviendo una vida errante junto a su familia; en concreto, viajando por África: dos años en Madagascar, otros dos en Alto Volta –actual Burkina Faso–, Senegal, Marruecos... «¡Qué época tan bonita!», recordaba en una entrevista en 2015 con la revista de la Universidad de Murcia después de recibir el doctorado Honoris Causa.

Pero a la cámara no se le podía privar de un talento como el suyo, y el cine volvió a llamar a su puerta a principios de los ochenta. «Regresé por los Tiviani –rememoraba en su charla con Miguel Mora–. Nos encontramos paseando al perro y, quince días después, me llamaron para La noche de San Lorenzo (1982)». Y no la soltaron. Con Paolo y Vittorio hizo en los años sucesivos dos películas más: Kaos (1984) y Good morning, Babilonia (1987), y, entre ambas, se puso en manos de Nanni Moretti (La misa ha terminado, 1985), Giuseppe Ferrara (El caso Moro, 1986) y Claude Berri (en El manantial de las colinas y en La venganza de Manon, ambas de 1986). Italia fue su segunda patria, tanto vital como cinematográficamente hablando.

Sin embargo, ese mismo y prolífico año, regresaría por fin al cine español. Manuel Gutiérrez Aragón fue su padrino; La mitad del cielo (1986), su vuelta a casa por todo lo alto. Porque el filme protagonizado por Ángela Molina causó sensación: la madrileña se llevó un buen puñado de premios a la mejor interpretación –entre ellos, la Concha de Plata del Zinemaldia, que también le otorgó a esta cinta el galardón a Mejor Película–, Fernando Fernán Gómez ganó en la categoría a Mejor Actor en los Fotogramas de Plata y la banda sonora del grupo gallego Milladoiro les valió un Goya. Lozano, por su parte, triunfó en los Premios ACE de Nueva York, organizados por la Asociación de Cronistas de Espectáculos de la Gran Manzana. Le otorgaron a la lorquina un reconocimiento a la Mejor Actriz Secundaria, demostrando que el nombre de Margarita Lozano era, a todas luces, internacional.

De nuevo en España

Después de aquello, Italia quedó a un lado. Volvió puntualmente para hacer alguna cosa –Con los ojos cerrados (1994), de Francesca Archibugi; N. Napoleón y yo (2006), de Polo Virzì, su último trabajo para la gran pantalla, y, cómo no, un par de películas más junto a los Taviani: El sol también sale de noche, de 1990, y Luisa Sanfelice, de 2004 y para televisión–, pero desde entonces España se convirtió en su primera opción. En esta última etapa de su carrera –desde finales de los ochenta– actuó para Juan Antonio Bardem en el telefilme Lorca, muerte de un poeta (1987), y formó parte del cast de Octavia (2002), de Basilio Martín Patino, y del elenco de Nos miran (2002), de Norberto López Amado. Aunque es especialmente recordada en la Región su presencia en El infierno prometido (1992), primer largometraje del director cartagenero Juan Manuel Chumilla-Carbajosa. «Tenerla en el cast fue un regalazo. Imagínate: yo era un chaval de 30 años que estaba rodando su primera película y ella, por aquel entonces, ya había trabajado con Buñuel, con Pasolini..., era como si me hubiera tocado la lotería», recuerda el cineasta, que asegura que Lozano, ante la cámara, gozaba de un aura especial. «En la película interpretaba a una especie de vidente, y en un momento dado, tenía que hacer como que entraba en trance. Era un primer plano muy largo y simplemente debía mover la cabeza de abajo hacia arriba, pero hacerlo ‘real’ no era ni mucho menos fácil. Pues estuvimos ensayando algunas miradas y, cuando lo vimos en pantalla grande, flipamos. Es en esos detalles en los que ves la diferencia entre un actor normal y alguien que tiene un duende especial», asegura Chumilla Carbajosa.

El cartagenero recuerda también su energía contagiosa –«era una mujer muy vital, un torbellino»– y, muy especialmente, su generosidad. «Era muy fácil trabajar con ella. Como actriz era dócil, y se entregaba en cuerpo y alma a la película (no solo a su papel). Recuerdo como trataba a Ginés [García Millán], que estaba ante su primer protagonista: lo arropó durante todo el rodaje y le hizo brillar a su lado», apunta el director, quien, por supuesto, coloca a la lorquina entre las mejores actrices con las que ha trabajado («y ya he tenido a unas cuantas, ¿eh?»). Por eso le llama también la atención ese afán por pasar desapercibida. «En ese sentido era peculiar. Tenía incluso un punto de timidez, y, desde luego, no le gustaban nada los ‘saraos’ ni ‘aparecer’. Desde luego, era una mujer un poco atípica..., pero, a nivel artístico, una actriz con mayúsculas. Me recordaba un poco a Gena Rowlands, la mujer de John Cassavetes, que no tuvo una popularidad enorme como la de Audrey Hepburn, pero que, sin duda, estaba a ese nivel. Además, en el caso de Margarita, sabía elegir muy bien los proyectos con los que se involucraba –añade–, no aceptaba cualquier papel. Si te fijas, su filmografía es profundamente rigurosa, con lo que me siento doblemente afortunado por haber tenido la suerte de dirigirla», asegura el cartagenero, que, en el trato personal, la recuerda como una mujer «risueña» y «muy irónica». «Yo le decía que, efectivamente, era muy ‘lozana’», señala entre risas.

Margarita Lozano, en un fotograma de ‘Viridiana’. l.o. Asier Ganuza

Inicio y final sobre las tablas

Pero, sobre todo, en esos años de de regreso a España volvió a las tablas; aquellas que la enamoraron cuando cambió Lorca por Madrid con apenas 19 años para estudiar diseño y moda. A Luis Escobar hay que agradecerle que le diera la alternativa, pero su gran valedor fue Miguel Narros, al que siempre consideró como su maestro (y no solo en lo teatral, sino, en general, en lo interpretativo).

Sin embargo, su último gran montaje fue con Amelia Ochandiano. Para una mujer que había interpretado a Chejov, a Ibsen, a Lope, a Pirandello y a Unamuno –su favorito–, la cima de su carrera fue protagonizar La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Quizá para ella fue su único capricho como actriz, pero, para el público que pudo disfrutar de su imponente presencia sobre el escenario, fue todo un deleite. La gira arrancó en 2005 y terminó dos años después, en 2007, marcando el final de su trayectoria como actriz y el inicio de un discreto retiro en su Casa Azul de Puntas de Calnegre. Porque, desde entonces, las apariciones públicas de Margarita Lozano fueron contadas. En 2009 asistió a la entrega de la Medalla de Honor de la Asociación Española de Historiadores de Cine (AEHC), que se celebró en el marco del Festival de Cine y Patrimonio de Murcia; en 2014 fue homenajeada por el Ayuntamiento de Lorca durante un acto en el que fue nombrada ‘Hija adoptiva’ –realmente ella nació en Tetuán, donde estaba destinado su padre, militar, aunque pasó toda su infancia y adolescencia en la Ciudad del Sol–, y un año después recibió el doctorado Honoris Causa de la UMU.

Recientemente, en 2018, el Ministerio le concedió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, distinción que debía haber recibido de manos de sus majestad los reyes el pasado 23 de junio, pero «su avanzada edad» le impidió viajar a Madrid. Menos de un año después de aquello, durante la madrugada de ayer, fallecía en su casa de la pedanía lorquina. Lo hacía acompañada por sus seres queridos, y en especial por su hijo Francisco; discretamente y bien rodeada, como intentó vivir su vida y su carrera como actriz. Pero, una vez más –y seguramente contra su voluntad–, su talento se ha impuesto a sus deseos de pasar desapercibida. Porque Lorca ha impuesto tres días de luto oficial, mientras que el mundo del cine llenó ayer las redes de despedidas a la fiel criada y amante Ramona (Viridiana). No es para menos, se ha ido una de las más grandes.