Opinión | Verderías

La guerra y lo personal

Las protestas en las universidades contra la guerra de Israel se extienden por todo el mundo. Los jóvenes que se manifiestan en los campus quieren seguir siendo pacifistas. ¿Podrán seguir siéndolo? 

Estudiantes se manifiestan en el campus de la Universidad de Barcelona contra los ataques del ejército israelí.

Estudiantes se manifiestan en el campus de la Universidad de Barcelona contra los ataques del ejército israelí. / Kike Rincón / Europa Press

Es asombroso cómo la palabra ‘guerra’ se ha introducido poco a poco en la conversación cotidiana, ya no como un concepto abstracto o una realidad lejana, utilizada para referirse al pasado, sino como un peligro que nos acecha. Los jóvenes se ven obligados a pensar en ella: «¿otra vez tenemos que resolver con nuestros cuerpos los problemas que los mayores habéis creado?». Con la novedad de que la guerra se presenta ante ellos como una enfermedad para la que no están protegidos tras décadas de educación antibelicista. «Socializados en el bienestar y el paradigma de los derechos humanos, la aniquilación sanguinaria nos repugna», dice la escritora Azahara Palomeque

Las protestas en las universidades contra la guerra de Israel se extienden por todo el mundo. También en España. Los jóvenes que se manifiestan en los campus quieren seguir siendo pacifistas. ¿Podrán seguir siéndolo? Los jóvenes ucranianos, palestinos e israelíes no pueden. Siempre llega un momento en el que al joven se le arrincona hasta una situación imposible en la que solo le queda preguntarse inútilmente: «¿por qué he de convertirme en un asesino?». Le pasó a Paulina Tuchschneider, autora de La soldada, antibelicista y de izquierdas hasta que se ha visto arrastrada a lo imposible: «Esta guerra es diferente. La noche del ataque de Irán fue una de las noches más aterradoras de mi vida. No me gusta el ejército, pero ahora tengo claro que Israel no puede existir sin ejército». La guerra, para ella, se ha convertido en algo personal.

Que la guerra es algo personal se comprende en todo su horror cuando ya ha dejado su huella de destrucción. La novela El paciente inglés trata de eso. Cuatro personas se refugian en una villa de la Toscana, en medio de un campo minado, al final de la Segunda Guerra Mundial. Una enfermera, un desactivador de minas, un superviviente mutilado y un piloto que tiene todo el cuerpo quemado por un accidente de avión. Entre ellos, por supuesto, el amor, el dolor, la rabia y una remota esperanza. El amor y la guerra como líneas cruzadas a partir de las que «encontraremos nuestras almas o las perderemos». Así ocurre para cada uno de ellos, despojados de todo, abierta su intimidad ante extraños como páginas de un libro secreto. 

Excepto para el paciente inglés, habrá vida a pesar de la desolación de la guerra, que les ha llevado a una situación imposible. Hay una posibilidad de vivir y recuperar la confianza en la vida más allá de las ruinas de la villa que han compartido y donde han aprendido a desprenderse de las protecciones, tan inútiles frente al horror, y descubrir la bondad en los demás, separados del mundo, de sus espejismos y traiciones. A través de lentas conversaciones en la oscuridad, los recuerdos, las palabras, la música, la proximidad de los cuerpos, como si dibujaran un mapa imaginario, reconstruyen la amistad y la confianza. 

Uno de los refugiados de la villa dice: «Si podemos racionalizar las bombas, podemos racionalizarlo todo. Creo que de ahora en adelante lo personal va a estar en guerra para siempre con lo público». El mundo sigue ardiendo décadas después y si algo comparten quienes lo incendian es su absoluto desprecio por lo personal.

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