Opinión | Crónicas de Titiriturcia

Sacapanzas y eminencias

Realmente no es demasiado complicado andar en boca del personal, con hacer algo que resulte disparatado pasarás a ser tema de conversación

Leonard Beard

Leonard Beard

Cada vez que escucho referirse a alguien como «es una eminencia» se me ponen los pelos de punta. La última vez que lo escuché se trataba de un neurocirujano en cuyas manos pusimos la vida de un familiar muy cercano. Pocos días después nos quedamos sin familiar, sin un montón de miles de euros y con la sensación de haber sido timados por ‘una eminencia’ en sacarle el dinero a la gente. Fue una terrible experiencia que nunca olvidaré y de la que saqué una conclusión muy clara: no volver a fiarme de nadie a quien se le defina con esa palabra.

Vivimos en Murcia, una ciudad muy proclive a generar mitos con pies de barro. En mi vida he conocido a tantos y tantos farsantes aclamados por la opinión pública como eminencias de algo; auténticas celebridades infamadas y desprestigiadas por esa misma opinión pública que igual te sube que te baja del Olimpo de los famosos de tercera categoría, y es que en este país uno no es realmente famoso hasta que sale por la ‘tele’. Incluso los influencers necesitan la promoción de la pequeña pantalla para seguir siendo auténticos fenómenos de masas con miles de seguidores en sus cuentas de Instagram.

Realmente no es demasiado complicado andar en boca del personal, con hacer algo que resulte disparatado pasarás a ser tema de conversación, tanto si degüellas a unos cuantos, como si les salvas la vida, serás noticia con igual intensidad, bueno, en realidad resulta mucho más popular el hecho de matar, aunque algunos optimistas opinen lo contrario y los católicos adoctrinados se escandalicen por esta afirmación.

¿Qué hay más hermoso que la gente te conozca, te siga, te admire…? El ego de las personas es ilimitado, qué satisfacción más grande sentimos cuando nos reconocen por la calle, cómo nos gusta sentirnos idolatrados. Da igual que seas un futbolista, un cantante, un asesino o un político, lo importante es la fascinación que la plebe siente por ti. La chusma necesita héroes que adorar, mitos que adornen un poco sus tristes y miserables vidas; ricos, guapos y famosos, con fantásticas mansiones, lujosos coches y mujeres de piernas infinitas, todo lo que ellos nunca podrán tener. Así es la vida de las eminencias del postureo.

En el otro extremo se encuentran los listos: gente que escribe libros, que hace películas o pinta cuadros. Son cultos e inteligentes, feos y contrahechos, pero, igualmente, aclamados por los que nunca han sobresalido en nada. Hay quien les llama ‘intelectuales’, pero yo considero que es un término peyorativo más adecuado para los exponentes del siguiente grupo.

Farsantes ilustrados, sacabarrigas profesionales, grandes especuladores que se autoproclaman como ‘creadores de empleo’. Probablemente es la sección en la que encontraremos los seres más deleznables, aunque también son calificados como ‘eminencias’ en múltiples ocasiones. Reciben premios y homenajes, los hacen académicos y doctores honoris causa, cofrades de honor y cualquier cosa que lleve detrás la palabra ‘emérito’. Creo que no es necesario poner ejemplos de algunos de los impostores que consiguieron sus honores lamiendo culos, explotando personas, mintiendo, engañando, plagiando como auténticos embaucadores... todos ellos tienen algo en común, y es lo muchísimo que les importa la transcendencia; necesitan continuas alabanzas de los que ellos consideran inferiores, para reafirmar su auténtica mediocridad y su habilidad para el oportunismo, como la naturaleza real de su condición de ególatras.

En mis mejores años, de esto hace ya bastante tiempo, tuve la oportunidad de conocer a muchos de estos hombres considerados ‘eminencias’. Curiosamente, casi todos ellos pertenecían al género masculino, hoy se les llamaría ‘machirulos’, y creo que con todo merecimiento. De todos ellos, hubo uno que permanecerá siempre en mi memoria. Era un personaje muy peculiar, gran triunfador en el mundo de los negocios y, sin tener una gran cultura, era excepcionalmente avispado. Su filosofía era tan simple como él mismo, y consistía en comprar las cosas a mitad de su valor y venderlas por el doble, disciplina que le funcionó a la perfección, consiguiendo amasar una gran fortuna. Era tacaño hasta la perdición y un gran aficionado a las mujeres vulgares (supongo que si las alquilaba a mitad de precio, era lógica su condición). Llegó a tener tres queridas al mismo tiempo, en tres municipios distintos de la provincia, triunvirato que mantuvo hasta que la edad le recomendó ahorrarse un dinerito todos los meses.

Aún recuerdo sus sermones moralizadores, sus consejos patriarcales y sus alardes de generosidad, sorprendente en una persona de muy escasa moralidad, ningún sentimiento patriarcal y el ser menos generoso que he conocido. Al final de sus días fue obsequiado con numerosos galardones y un gran reconocimiento social. Fue el premio por toda una vida de avaricia y mezquindad dedicada a sí mismo, para admiración y envidia de los demás (lo que habitualmente se califica como una eminencia en lo suyo).

Qué pena, nunca seré eminente, ni en lo suyo, ni en lo mío.

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