Opinión | Luces de la ciudad
Dimes y diretes
Resulta sorprendente la facilidad con la que podemos sumergirnos en las vidas de los demás
Es evidente que, a lo largo de nuestra existencia, nos encontramos ante todo tipo de situaciones, unas agradables y otras no tanto, incluso diría que, de estas últimas, algunas llegan a ser insoportables. Y no me refiero a cuestiones universales como la injusticia, la crueldad, las guerras, el hambre en el mundo..., que, a buen seguro, serán cuestiones que nos preocupen a la mayoría, sino más bien a otros aspectos de carácter cotidiano con los que lidiamos a diario y que nos producen un rechazo absoluto.
En mi caso, y entre otras muchas cosas, no soporto las aglomeraciones de gente, que me den collejas, ir de tiendas, que el camarero pase de mí, la gente que no tira de la cisterna, las personas que se adosan sin ser invitadas, los conductores que aceleran cuando los estás adelantando, la raya en el pantalón, la mala educación o que me despierten bruscamente. A veces, ni yo mismo me soporto. Pero, sobre todo, no soporto a la gente que se dedica a hablar exclusivamente de los demás, vamos, a los/las cotillas de toda la vida, aunque aún soporto menos a los que llevan esta práctica a su grado sumo, esos que, con sus comentarios, recogidos entre unos y otros y trasformados con alevosía, buscan el enfrentamiento entre los demás, es decir, a aquellos a los que coloquialmente denominamos ‘metemierdas’.
Siempre he entendido la regla de los tercios como una técnica de composición fotográfica, pero al parecer existe también la ley de los tres tercios aplicada a las relaciones personales, que afirma que, un tercio de personas nos aman, otro tercio nos detesta, y el último tercio se dedica a opinar de nuestras vidas, aunque nunca hayan tenido contacto directo con nosotros. Y es que, resulta sorprendente la facilidad con la que podemos sumergirnos en las vidas de los demás.
Los ‘metemierdas’ son ese tipo de personas capaces de criticar sin piedad los actos de los demás, y que comienzan sus conversaciones con un «¿sabes de lo que me he enterado?», o «esto que te voy a contar lo sé de buena tinta», o «yo nunca diría que fulano…», pero ya lo han dicho; personas incapaces de hablar a la cara y que, por tanto, siempre murmuran a tus espaldas o utilizan a una tercera persona para que les sirva como portavoz de sus vituperios. Esas mismas personas que, tras su conducta, esconden un único objetivo: desprestigiar al otro. ¿Envidia cochina? Seguro que muchos de nosotros habremos pensado en alguna ocasión que, si estos sujetos se mordieran la lengua, sin duda, se envenenarían.
Calumnia, que algo queda. Y que mejor arma para cumplir con el conocido refrán español que la creación de rumores. Y esto, para un ‘metemierda’, resulta extremadamente sencillo. Tan solo tiene que distorsionar la verdad, reduciendo o enfatizando lo que considera relevante para sus fines, o simplemente, inventar y añadir nuevos elementos a la información trasmitida.
Según el terapeuta estadounidense Gordon Allport, «todos, con o sin intención, participamos en la construcción de mensajes distorsionados», pero ojo, cuidado con dejarnos atrapar por esa peligrosa trampa que supone el mundo de los dimes y diretes mal intencionados, y que, como un arma de doble filo, nos arrastre a la deslealtad, a traicionar a los demás por culpa de nuestra verborrea, y lo que es peor aún, a traicionarnos a nosotros mismos. Cuando los tres supuestos asesinos de Viriato fueron a cobrar la recompensa por su traición, el cónsul romano Quinto Servilio les dejó muy claro algo que, quizá, todos deberíamos tener en cuenta: «Roma no paga a traidores».
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