Opinión | Arenas movedizas

El hombre de los dados

Algunas decisiones de ámbito universal sorprenden de tal modo que se diría que las toma el dado, porque resulta difícil creer que tengan su origen en una resolución meditada mil veces y reconfirmada otras tantas

L.O.

L.O.

En 1971, en plena época posthippy, el norteamericano Luke Rhinehart, de nombre real George Cockcroft, publicó una novela titulada El hombre de los dados, una de esas obras que llaman ‘de culto’ por lo atrevido de su argumento y la controversia suscitada en los años lisérgicos de la guerra de Vietnam y de la etapa de Nixon en la Casa Blanca. Vendió millones de ejemplares, su autor sacó tajada de los derechos cinematográficos y las ganancias le permitieron dejar la docencia y dedicarse a la tarea de escritor, ya sin tanto predicamento tras la novela que concluyó durante una estancia en Mallorca. 

La trama es perversa, angustiosa a veces. Ambientada a caballo entre dos décadas y escrito como falsa autobiografía, un reconocido psiquiatra de Manhattan se harta de Freud, del psicoanálisis, de sí mismo y de escuchar a diario los problemas de sus pacientes, por lo que resuelve que, en adelante, actuará al dictado de los dados, tal es su grado de aburrimiento. Si sale un uno, se comportará como un buen marido el resto del día; si sale un dos, será un esposo abyecto y un padre deleznable; si sale un tres, aparentará ser un tipo errático e imprevisible ante sus colegas y amigos; y así hasta seis, modificando a diario los dictados del juego.

A partir de unas órdenes establecidas por él mismo y concedidas a cada cara del dado, actuará por orden de éste cada vez que lo lance. Su primera tirada determina bajar al piso de abajo y violar a su vecina. Y lo cumple. En la creencia de que el ser humano atesora un amplio abanico de personalidades (del bondadoso hombre de familia al asesino en serie) que se hallan ocultas tras nuestra impostada actitud social y anulan la disparidad del yo, queda tan satisfecho de su experimento que decide aplicarlo a sus propios hijos, y también a sus pacientes, cuya terapia decidirá el dado. Su vida y la de otros quedará, por tanto, en manos del azar, y de las órdenes disparatadas, crueles, a veces inocuas, otras salvajes, siempre imprevisibles e irrefutables que determine el cubo. La suerte no hace sino agravar los problemas de su cartera de clientes.

Echando un vistazo a la actualidad y al conjunto de la historia, uno se pregunta si la ‘Religión del Dado’ no habrá traspasado los umbrales de la distopía. Sale un uno, rechazo la amnistía; sale un dos, la convierto en ley orgánica; sale un tres, niego la corrupción de mi partido, pero condeno la del contrario (aquí da lo mismo quien lance del dado); sale un cuatro, amenazo con apretar el botón nuclear; sale un cinco, ahora me reservo el envío de armamento a un país invadido por el vecino; sale un seis, reparto ayuda humanitaria en Gaza y ordeno fuego a discreción contra la población civil.

Algunas decisiones de ámbito universal sorprenden de tal modo que se diría que las toma el dado, porque resulta difícil creer que tengan su origen en una resolución meditada mil veces y reconfirmada otras tantas. En El hombre de los dados, los experimentos del protagonista cuentan con la condena escandalizada de sus colegas psiquiatras frente al entusiasmo de una parte notoria de la población, que bajo los principios establecidos por Rhinehart, y su cada vez mayor número de seguidores, se apresta a poner en marcha ‘Centros del Dado’ por todo Estados Unidos. Algunas poblaciones acaban convertidas en manicomios fuera de control bajo el liderazgo del azar.

Podría aplicarse el mismo símil a buena parte de eso que llaman la comunidad internacional: los hombres del dado censuran a otros hombres del dado, y unos y otros extienden su credo a miles de partidarios que, lejos de cuestionar al cubo, acatan sus órdenes sin apenas tiempo para el análisis. Ni tiempo ni convicción. 

Basta con visionar la multitudinaria aclamación de Putin tras la astracanada electoral de Rusia (salió un uno), las declaraciones salidas de tono de Donald Trump, también algunas iniciativas de su presidencia (salió un cuatro) o el significativo silencio de muchos israelíes con el genocidio en que su gobierno ha convertido la respuesta armada contra Hamás (salió un seis). El dado ordena y el dado dispone, como si (y esto lo apunta Rhinehart) toda la maquinaria de la sociedad pretendiera convertirnos en hamsters. Si no, no se entiende. La partición que establece el hombre del dado divide a la humanidad entre «quienes construyen y trabajan al servicio de la máquina que nos exprime y nos tortura, y quienes buscan la manera de destruirla». 

Quizá exagerado, aunque visto el panorama mundial, acaso no tanto.

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