Opinión | Luces de la ciudad

¡Felicidades, papá!

Decía Rousseau que «un buen padre vale por cien maestros», y yo añadiría que por más de mil

Ante Hamersmit / Unsplash

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La 1 de Televisión Española emite los viernes por la noche el programa El Mejor de la Historia. Desconozco sus índices de audiencia, pero me parece un formato entretenido y, sobre todo, didáctico, aunque con resultados un tanto aleatorios. ¿Cómo se puede elegir al mejor de la historia, de la de España se entiende, entre, García Lorca, Goya, Isabel la Católica, Picasso, Cristóbal Colón, Cervantes, Ramón y Cajal o Velázquez? Esto es como preguntarle a un niño: ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? Y lo normal es que, tras unos segundos de desconcierto, te conteste: a los dos. Y así es, los queremos a ambos por igual, quizá no de la misma forma, pero sí con la misma intensidad.

Hoy, por ser vos quien sois, es decir, por ser el día que es, San José, permítanme que incline la balanza hacia uno de los lados y que en esta ocasión elija como el mejor de la historia a mi padre.

Diez años de ausencia, pero no de olvido. Diez años haciendo funcionar un engranaje al que le falta una de las piezas vitales. Diez años manteniendo vivo su recuerdo para sentirlo cerca de mí. Pero, ¿cómo olvidar sus gestos de cariño, todas las primeras veces vividas con él, su ‘estar ahí’ siempre que lo necesitabas, y tantas y tantas lecciones de vida aprendidas a su lado? Decía Rousseau que «un buen padre vale por cien maestros», y yo añadiría que por más de mil.

Alude el programa televisivo antes mencionado, a las cualidades que deberían tener los personajes para ser elegidos como el mejor de la historia: genialidad, legado, liderazgo, valentía, empatía y humanidad. Y con total seguridad diría que mi padre las reunía todas.

Desde luego, él no era un gran aventurero, ni un afamado pintor, ni un escritor brillante, puede, por tanto, que no fuera un genio, pero, sin duda, era un tipo genial. Todo un caballero, un gentleman. Educado, elegante, ingenioso, perspicaz, animador incansable de las Nochesbuenas en Navidad y siempre dispuesto a ofrecer unas palabras amables a quien las necesitara.

De él heredé valores tan importantes como el sentido de la honradez, que él practicaba hasta el extremo, la templanza para analizar las cosas, la humildad con la que afrontar la vida, a decidir por mí mismo, o a disfrutar de esa música clásica que él tanto amaba junto al cine, la Zarzuela y los toros.

Luchó, a capa y espada, trabajando sin descanso para sacar adelante a su familia, y sacarla bien, en aquella época en la que mayoritariamente las mujeres se dedicaban a las labores del hogar y solo entraba un sueldo en casa. Así que había que buscarse la vida, aunque imagino que no sería una excepción.

Mi padre, aunque anclado en ciertas costumbres del pasado, era un hombre tolerante y permisivo. Meticuloso y amante del orden. Era una persona conocida por todos, que supo ganarse el respeto y el cariño de los demás. Fuera donde fuera siempre me preguntaban: «¿tú eres el hijo de Miguel?». Y yo contestaba orgulloso: «Sí, es mi padre».

Supongo que la mayoría de los hijos sentirán algo similar por sus padres: admiración y agradecimiento eterno. Porque tal y como dice un proverbio oriental: «gobierna tu casa, y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuanto debes a tus padres».

Sé que, estés donde estés, estarás leyendo este artículo con agrado, no porque hable de ti, sino porque lo ha escrito uno de tus hijos. Nunca te olvidaremos. ¡Felicidades, papá!

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