La Feliz Gobernación
Toreros muertos
Al fiscal Mariano Fernández Bermejo lo enviaron de paracaidista a Murcia para hacerlo diputado y, después, ministro de Justicia. Nunca volvimos a verlo por aquí tras la campaña electoral. Mientras ejercía su cargo, en 2009, se marchó de cacería con el juez Baltasar Garzón, que investigaba entonces la trama Gürtel del PP, suceso del que una revista publicó un despliegue fotográfico. Gran escándalo. Los populares exigieron su comparecencia parlamentaria, en la que Bermejo se comportó con gran chulería. A la conclusión de sus intervenciones, la bancada socialista lo gratificó con gritos de «¡Torero, torero, torero!». Nunca se había visto nada igual ni, por fortuna, se ha vuelto a ver. A los pocos días, el ministro era destituido, porque aquello no se aguantaba, de modo que el cazador y torero pasó a estar proscrito para el mismo PSOE que lo había jaleado. Como se dice por estos lares, «hoy semos, y mañana estautas».
Bermejo es hoy José Luis Ábalos. De hacedor del triunfo en las primarias de Pedro Sánchez, jefe del aparato del partido y ministro plenipotenciario ha pasado a la condición de piltrafilla. Sánchez ya lo había destituido de un plumazo, en un gesto que nadie comprendió hasta que empezaron a aparecer algunas informaciones sicalípticas, pero es propio del jefe no dejar a nadie tirado, así que se lo impuso a Ximo Puig en las listas al Congreso por la Comunidad Valenciana, ese avispero socialista.
Sin embargo, nadie contaba con el imaginario de felicidad de Koldo, que consitía en comprarse un ático en Benidorm, probablemente con enanitos de escayola en la terraza. Ese ‘militante ejemplar’, titulado como tal en la bibliografía de Pedro Sánchez, ha derribado el tambanillo. Pero su condición de cateto servil no puede justificar la dimensión de la trama y, por tanto, Ábalos debe sacrificarse para cortar el fuego. A fin de cuentas, ya había sido sacrificado. Lo fue todo, pero hoy no es nadie, aunque la resaca de su poder sirva para fingir que ofrecen una pieza importante. La prorroguilla en el escaño era el recurso para que alcanzara discretamente los suficientes años cotizados para la jubilación. Caiga quien caiga, dicen, y cae quien ya había caído. Pobre Ábalos, instado a hacer su último y gran servicio, ahora sin empleo y sueldo. Lo demás es silencio, decía Shakespeare.
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