Las trébedes

¿Qué clase de feminista soy?

La pregunta «qué clase de feminista soy» es una pregunta obligada, más aún, inexcusable, y de ningún modo es aceptable que se responda a la complejidad actual del feminismo con consignas de pocas sílabas

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Carmen Ballesta

Carmen Ballesta

De nuevo hemos tenido una gala de los Premios Goya del cine español en la que ha estado presente el tema de los abusos a mujeres por parte de hombres. En unos paipáis con el lema ‘se acabó’, la versión en español del ‘me too’, por ejemplo. Se repite de nuevo el esquema: hombre poderoso que abusa y mujer que se siente afortunada de que él se fije en ella (porque espera que eso la ayude en su carrera) y aguanta y calla. Y en este país, no sé si en todos, en la era más colorida que haya conocido la humanidad, pensamos en blanco y negro: las que no hemos aguantado nos preguntamos cómo pudieron aguantar, y los expertos nos explican que se produce una especie de subyugación de la que es difícil salir. Si esa u otra pregunta similar se hace en voz alta, automáticamente quedas situada en la derecha y el patriarcado o, como mínimo, tu feminismo es dudoso, incluso si eres nada menos que Isabel Coixet y osas preguntar en voz alta si el lugar y el momento eran apropiados. Si prefieres ser situada en la izquierda o el progresismo, has de exigir rabiosamente que el abusador sea condenado duramente y empezar ya condenándolo tú en la calle. No hay más opciones. ¿No hay más opciones?

No se trata de acallar la conciencia afirmándose ‘feminista’. Abrazar y proclamar el adjetivo no va a resolver ningún problema de ninguna mujer en ninguna parte (en todo caso al revés, en algunos lugares la mera afirmación puede acarrear serios problemas). Algunos y algunas aún no se han enterado de que ya está superada aquella supuesta contraposición feminismo-machismo, enzarzarse en discutir esto es, aparte de ridículo, conceder el triunfo a los valedores del ‘statu quo’. Nadie que no tenga interés o intención oculta puede dudar de la necesidad de luchar contra las injusticias que padecen, históricamente y en todas partes, las mujeres por el hecho de ser mujeres. ¿Que no las padecen todas? Casi todas, en distinto grado, incluso las más afortunadas de los países más avanzados (como lo es España en la visibilización y persecución del maltrato), aunque algunas ni siquiera sean conscientes.

Por suerte, de vez en cuando, la cabeza se ventila e ilumina de pronto con la lectura como cuando se abre de par en par una ventana en una habitación con el aire muy viciado. Así, esa pregunta recurrente, «pero ¿qué clase de feminista soy yo?», ya no parece tan ridícula.

Amia Srinivasan, joven filósofa profesora de la Universidad de Oxford y autora del ensayo El derecho al sexo (Anagrama), plantea sin contemplaciones preguntas muy claras que enfrentan las contradicciones, dificultades de coherencia y retos que tiene el feminismo, teórico y práctico, hoy en día.

Por ejemplo, los efectos reales que determinadas posturas teóricas acarrean en la práctica para determinados colectivos de mujeres (negras, pobres, prostitutas...).

Desde postulados políticos quizá un tanto ingenuos, pues aboga por la ‘revolución socialista’ (sic), no deja sin embargo de señalar con lucidez, inteligencia y coraje dimensiones a menudo no contempladas por el feminismo social y políticamente más visible, que cae con facilidad en simplificar los problemas, y sobre todo las soluciones, de forma naíf. Digamos que este feminismo parece creer a pies juntillas que los eslóganes que se gritan en las manifestaciones y actos de protesta deben y pueden materializarse sin más, cuando en realidad son expresiones superficiales, pegadizas, de problemas muy complejos.

Analiza, por ejemplo, las aporías que plantean las posibles políticas sobre la prostitución. Urge a pensar más allá del eslogan, a deducir honestamente consecuencias prácticas indeseables, a afrontar y aceptar con humildad la opinión de las verdaderamente oprimidas, y a no cabalgar cargadas de razón sobre las teorías que se desarrollan, bienintencionadas sin duda, desde el parqué o la moqueta de los despachos universitarios o políticos.

La liberación de las mujeres ha de ser real y para ello la teoría y la praxis política han de ser realistas y no simplistas. A estas alturas, ya no podemos tirar al niño con el agua del baño.

Desde ese planteamiento político de la revolución socialista, quizá ingenuo, pero valiente, aboga por ahondar y hacer un feminismo más sólido intelectualmente, sin miedo a afrontar las dificultades, pues de otra forma no se podrán encontrar soluciones reales y realmente liberadoras de la injusticia ancestral que las mujeres padecen.

La pregunta «qué clase de feminista soy» es una pregunta obligada, más aún, inexcusable, y de ningún modo es aceptable que se responda a la complejidad actual del feminismo con consignas de pocas sílabas.

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