Tribuna Libre

Vaya semana

Andrés Pacheco Guevara

Hace casi cuarenta y cinco años me encontraba destinado en el Juzgado de Distrito de uno de los pueblos con más habitantes de la provincia de Ciudad Real y les voy a narrar tres anécdotas que recuerdo, al haberse producido casualmente en las mismas fechas.

El martes hacía un día lluvioso, y tras aparcar mi R5 en la puerta del juzgado, ubicado en un bajo cochambroso de la parte alta del pueblo y compartida la Sede judicial con una vivienda particular, me adentré en el edificio para celebrar los juicios de faltas señalados para esa fecha. Como se celebraban varias vistas en cada sesión, numerosas personas aguardaban en la puerta a la espera de ser llamadas para comparecer en la sala. Chispeaba y me cubrí la cabeza con la capucha del chubasquero que llevaba, de color azul marino, pues no tuve la prevención de coger un paraguas al salir de la casa.

Y fue junto al portal cuando una mujer que se encontraba entre el público me espetó entre grandes carcajadas: «Qué guapo vas, nene». Yo la miré con otra sonrisa, pues en mi vida en pocas ocasiones me han llamado guapo, y seguí mi camino, sin más. Pero a media mañana, cuando el auxiliar del juzgado llamó a una de las convocadas a uno de los juicios del día, como denunciada, apareció ante mí en la sala de vistas aquella señora a la que mi aspecto juvenil (25 años) y mi vestimenta le causó tanta hilaridad.

Ambos nos reconocimos inmediatamente y entonces fui yo quien le preguntó: «Señora ¿le sigo pareciendo guapo?». Y cuál sería mi sorpresa, la de la secretaria judicial, la del fiscal y los abogados allí presentes, cuando la mujer puso cara de asustada, palideció y mostró síntomas de desmayo, ante lo que quienes ocupaban los estrados bajaron a asistirla, la sentaron en un banco y le hicieron aire con los folios que custodiaban para cuando les llegase el turno de intervención en ese juicio. Recuperada la dama, las cosas vinieron a su sitio y la vista pudo celebrarse con normalidad, sin que recuerde a estas alturas el resultado de la misma, que debió ser muy doloroso para la afectada si encima de perder la vertical ante el juez acabó condenada por la pequeña infracción que se le atribuía por la parte denunciante.

Pienso que mi oronda presencia y el revestimiento de la toga, como los demás allí presentes, le hizo suponer que se llevaría un castigo por sus palabras en la calle hacia su señoría muy superior al que pudiese provenir del propio juicio.

Al día siguiente me tocaba tomar declaraciones, y entre los citados apareció por allí un hombre que también estaba implicado en un procedimiento, esta vez como denunciante, quien, tras contar su historia, fue invitado a firmar el acta correspondiente, lo que también le demudó y, bajando la cabeza, me dijo que no sabía leer ni escribir y tampoco, por tanto, firmar lo declarado. Le expliqué que no se preocupase y que con la firma de la secretaria bastaba, pues ella ostentaba la llamada ‘fe pública judicial’. Pero, seguidamente, el hombre se rehízo y me ofreció estampar en el folio la huella genital, a lo que, asombrado, a la vez que agradecido por su voluntad de colaborar, contesté: «Esa para su padre de usted». Después se marchó algo confuso y así quedó la cosa.

Y ya el viernes, tras alcanzar las dos de la tarde, en mi despacho, me dijo una funcionaria que una mujer estaba allí desde la diez quejándose y solicitando que la recibiese el juez, pues si no lo hacía, permanecería en el juzgado, y eso que lo que venía era el fin de semana.

Ante tanta premura accedí, lógicamente, a recibirla y entonces me explicó el origen de su queja de la forma que literalmente reproduzco: «Mire usted, me consta que lleva poco tiempo destinado en el pueblo, pero tengo que decirle que este Juzgado no funciona. Y es que debe saber que el forense me citó a las diez horas de esta mañana para hacerme la autopsia y son las dos y media de la tarde y ni tan siquiera me ha visto».

Para que se restableciera el orden, no tuve más remedio que pedirle disculpas y prometerle solemnemente que el lunes siguiente a las mismas diez se le haría la autopsia y, además, con mi presencia. La mujer se fue complacida y, lógicamente, no volvió a aparecer por allí. Alguien le informaría sin duda de la innecesariedad de someterse a esa diligencia tan contundente para que el Juzgado conociese sus lesiones y secuelas.

No todo en los juzgados es grave y desagradable y a veces se asiste en el trabajo diario a situaciones que, por jocosas, no se te olvidan nunca.

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