El prisma

¿Deben estar los violentos fuera de la política? Los jueces están para algo

J. L. Vidal Coy

J. L. Vidal Coy

El caso del paramilitar Javier Ortega-Smith hace que se plantee qué lugar tienen los «violentos» en la política. Si es que tuvieran alguno, cosa que cualquier ciudadano con dos dedos de frente negaría. No, no hay lugar para la violencia dentro de la vida parlamentaria y política de un país normalizado democráticamente desde hace décadas. Pero no se debe ser reduccionista y circunscribir el rechazo a la violencia a la puramente física: la verbal tiene características similares y no menos peligrosas, puesto que esta segunda se usa arteramente para instigar la primera. Ambas son, por tanto, igualmente deleznables y rechazables.

No está de más plantear qué subyace bajo la violencia física, al margen de tendencias cafres, frustraciones venenosas, complejos mal disimulados, ideologías totalitarias y falta de entendimiento de lo que es un entorno democrático. Ocurre en España que por reiteración se ha pasado del comedimiento discursivo y dialogante a la permisividad y justificación de algo que se ha hecho tan común como la violencia verbal. En la calle y en las instituciones.

La verbal lleva a la otra, la física. Por eso tampoco estaría de más que se abstuvieran quienes se dedican a insultar a «Perrosanxe» y a los «progres» en general. Empezaron hace años con lo de «perroflauta» cuando el 15-M y ahora se hinchan de llamar al odiado presidente «déspota», «caudillista», «ególatra», «adanista», «felón», «débil», «sectario», «irresponsable», «autoritario», «frívolo», «populista», «corrupto» e «inmoral», «tahúr», «dictador», «trilero» y «golpista», según un recuento publicado el día 20 por el nada sospechoso de izquierdismo diario El Mundo. Además de los jugueteos graciosillos con la fruta y el maletero de los coches.

Sembrando así con la lengua, no extraña que broten los descerebrados violentos que convierten la violencia verbal en física. Last but not least, la tensión del jueves en el Ayuntamiento de Pamplona por la moción de censura para cesar a la alcaldesa de UPN-PP porque el PSOE apoyó al candidato de Bildu, tan legítimo en función de las mayorías parlamentarias como lo es el gobierno de Pedro Sánchez.

Según el razonamiento que califica a Bildu de «etarras», y «filoetarras» a quienes pactan con ellos, el PSOE entero debería ser considerado terrorista, puesto que en 1993 absorbió en Euskadi al partido de Mario Onaindía, antiguo militante de ETA que rechazó la violencia, para formar el PSE-EE. Onaindía fue después senador del Reino y, que se recuerde, nadie le afeó su reconversión a político que aceptaba la democracia liberal.

Era dizque otro PP, no el de ahora alentado por Aznar, que lleva tiempo usando la violencia verbal con los insultos que profieren sus máximos dirigentes, incluyendo a Feijóo. Algunos de ellos, como Javier Maroto o Borja Sémper, originarios del País Vasco, han pactado en varias ocasiones con Bildu en Álava, el primero, y en San Sebastián, el segundo. De hecho, el pasado 14 de noviembre cristalizó el último acuerdo en las Juntas de Álava de los populares con Bildu y Elkarrekin (Podemos, IU, Equo y Alianza Verde). Visto así, no se entiende la fijación insultadora contra Pedro Sánchez y el PSOE. Salvo que el interés resida en hacer el clima político irrespirable y justificar la elección de «polarización» como palabra del año por la Fundéu-RAE.

Hay que pensar de buena fe que el PP quiere realmente el desarrollo y desempeño normal de la democracia, y rechaza alentar y contribuir a esas maniobras distractivas de violencia verbal que derivan indirectamente, como el puro empirismo demuestra, en actos violentos. Es cierto que los cambios de opinión y de guión de Pedro Sánchez pueden ser oportunistas para mantener el poder. Mas eso no empece que el rechazo claro a los violentos y a cualquier forma de violencia, incluyendo la verbal, deba ser norma de obligado cumplimiento en democracia. Y los jueces y las leyes están para algo, se supone.

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