DULCE JUEVES

Feliz Navidad

Este año quien puso el belén en la casa de mis padres fui yo. Por primera vez en mi vida. Nunca antes había acercado un milímetro a un pastor hacia el pesebre

L.O.

L.O.

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

En mi casa quien ponía el belén era mi padre. Lo hacía él solo, no recuerdo que nunca nos pidiera ayuda o nos animara a participar en el ritual. Nosotros solíamos estar ocupados en otras cosas que debíamos considerar más importantes. Bajaba al trastero a por las cajas que guardaban las figuras envueltas en papel de periódico, retiraba los portarretratos de la cómoda e iba colocando cada cosa en su lugar. Poco a poco, el espejo de detrás se iba convirtiendo en un cielo profundo cubierto de estrellas. Apenas introducía variaciones de un año para otro. Si acaso, aparecía alguna figura nueva que alguno de nosotros le traíamos de fuera. Solían ser los mismos personajes, algo más deteriorados cada vez. Víctimas de pequeños accidentes caseros, abundaban los cojos, los mancos, los desorejados, y el rebaño de ovejas se veía claramente diezmado en los últimos tiempos. Con el paso de los años, el nivel de sofisticación del belén fue decayendo, como si la escena, por muy sagrada que se pretendiera, no pudiera escapar a la rutina y el cansancio. Desapareció el río de plata, con sus patos, dejó de nevar sobre las colinas del fondo, e incluso algún año se ausentó alguno de los Reyes Magos, seguramente extraviado en una caja del oscuro trastero. Pero mi padre lograba que se conservara lo importante. Lo hacía en silencio, modestamente, aunque también con un punto desafiante. Parecía no importarle que cuando nosotros volvíamos apenas le prestáramos atención, como si fingiera que lo hacía solo para él, al menos así se evitaba decepciones. Quizá todavía confiaba en que el poder invisible que emanaba de aquel rincón nos alcanzaría a todos.

Este año quien puso el belén en la casa de mis padres fui yo. Por primera vez en mi vida. Nunca antes había acercado un milímetro a un pastor hacia el pesebre. Bajé al trastero, rescaté las cajas, retiré las cosas de la cómoda. Fui colocando las figuras con la extraña sensación de hacer algo que no merecía o para lo que no estaba preparado. Por eso las dispuse algo torpemente y sin gracia. Dejé el espejo sin cielo ni estrellas. En la tierra, ni hierba ni serrín. Había un niño gordo y otro flaco. Coloqué el flaco. No es que quisiera arruinar el belén, pero me salía así, como si fuera una forma de empezar de nuevo, por mis propios medios y con lo que se me había dado. Había un pastor con una gaita al hombro, pero como tenía la cabeza separada del cuerpo lo arrojé a la papelera. Afortunadamente, mi hermano, que andaba por allí ajeno a todo el trajín, se conmovió del gaitero, lo recogió y, con meticulosidad de cirujano, se puso a repararlo. Primero probó con un bote de cola que mi padre guardaba en un cajón junto a sus tubos de óleo ya resecos, pero estaba inservible. Después, utilizó unas tiras finas de esparadrapo con las que le envolvió el cuello a modo de bufanda y, así sí, el gaitero pudo volver a su sitio. Ahora se le ve tan erguido y elegante que lo celebramos por todo lo alto, como si él nos hubiera hecho merecedores del belén. A unos pasos, mi padre miraba por la ventana.

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