Le Fumoir

La Batalla de Argel

Una imagen de "La Batalla de Argel" (1966).

Una imagen de "La Batalla de Argel" (1966).

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

En "La Batalla de Argel" (1966), Gillo Pontecorvo describe la llegada de un batallón de paracaidistas franceses a la ciudad en 1957, en el contexto de la guerra de Independencia de Argelia, con el objetivo de sofocar la rebelión del FLN y sus milicias contra el gobierno colonial francés, después de varios atentados en la capital. La película, prohibida en Francia hasta bien entrados los 80, transcurre sobre todo en su casba, el abigarrado barrio habitado por “los árabes” en la Argel colonial. Se trata de una ciudadela de cien hectáreas, donde vivían unas cien mil personas en aquella época. Un laberinto donde el ejército libraba un combate de guerrilla urbana que sólo podía perder, precisamente porque el FLN conocía mejor el terreno y sólo tenía qué ganar, al haber sido desposeídos esos “árabes”, que recuerdan al de “El extranjero” de Camus, de casi todos los bagajes que conforman la dignidad humana. En ese momento, la mente del sometido deja de pensar como la del hombre, y empieza a hacerlo como la de los mitos. Esos combatientes entienden entonces la muerte como hecho romántico y no trágico, el sacrificio como ofrenda a una patria subyugada, y la sangre como el precio por la libertad de las generaciones futuras. Piensan en el martirologio como halago a su Dios, la cara invisible de una moneda que tiene en la Patria, un concepto todavía onírico, su envés femenino. Contra eso, ningún ejército puede hacer nada, como la Historia se ha empeñado en demostrar una y otra vez en Vietnam, Irak o Afganistán, o en España en 1808. En esas circunstancias, a mayor opresión, más resistencia muestra David frente a Goliat, y a medida que aumentan los abusos y el expolio del poderoso, más moral adquiere su adversario, hasta su victoria final e irremisible. Cada soldado muerto y repatriado a su país se convierte en esa encrucijada en un clavo en el ataúd del ocupante, mientras que cada mujaidín envuelto en un sudario es un héroe en el que los niños del país ocupado se miran, queriendo imitar a ese hermano mayor caído en su lucha, como el que imita el regate de su futbolista favorito en el patio del colegio. Cuando uno visita la casba de Argel y ve los escondrijos de aquellos luchadores casi imberbes, las gavetas donde metían sus cuerpos menudos para no ser apresados o para evitar caer en una ráfaga de metralleta en plena calle, se dice que la necesidad agudiza el ingenio, y que la capacidad de supervivencia de un hombre con una causa es tan grande como su voluntad de morir por esa misma causa. Las viviendas de aquel dédalo de trampas aparecen todavía horadadas en algunos de sus muros medianeros, comunicándose con otras casas donde se había hecho lo propio, y otras más allá, creándose una avenida, de habitación en habitación, hasta una utópica libertad. Con esas cartas sobre la mesa, la guerra durará lo que el contendiente mayor sea capaz de aguantar, en función del dinero y las vidas que en ella quiera dilapidar, pero a sabiendas de que se puede oprimir a algunos un rato, pero no a todos todo el rato. Se puede “eliminar” a aquellos que empuñan un fusil contra un enemigo mil veces más fuerte, pero cuando el guerrillero caiga, otro detrás de él vendrá y lo recogerá, hasta que la partida quede pareja y una conferencia internacional convierta al terrorista más buscado en padre de la nueva patria. Es casi una ley física, cuyo resultado la guerra sólo puede retrasar, pero no impedir. De Gaulle entendió, pese al altísimo coste político y personal, que más valía ahorrar vidas y sufrimiento que empeñarse en imponer una ley aplastante por todo menos por su lógica, sólo por seguir perpetuando una circunstancia histórica que el tiempo volvió anómala y terminó por corregir.