Luces de la ciudad

Una sonrisa en mis labios

Consciente de lo triste y duro que puede resultar un presente sin pasado, me aferro con más fuerza, si cabe, a ese amor por lo vivido, a ese amor por lo sentido, a ese amor por los recuerdos

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Un buen amigo me recriminaba, admito que con razón, que en el artículo de la semana pasada sobre la buena gente no empleara ni una sola vez la palabra ‘amor’, sentimiento anulador de energías negativas y el mejor antídoto para el sufrimiento y el dolor. Pues si quería una taza ahí van dos… o tres. 

Tal y como escribía Shakespeare en su obra Sueño de una noche de verano, «el amor no ve con los ojos, sino con el corazón». Pero, ¿el amor a quién?, se preguntaba la psiquiatra y escritora Marian Rojas Estapé en una entrevista televisiva. Una cuestión que ella misma respondía al instante: en primer lugar, el amor a uno mismo, la autoestima, pero de forma sana, sin pasarnos por exceso o por defecto. El segundo, el amor de pareja, que nos trasforma y nos hace más valientes. El tercero, el amor a los demás, solidario. Después, el amor a las creencias y a los ideales, que dan fuerza para superar casi todo. «Las ideas se tienen, en las creencias se está» decía Ortega y Gasset. Y, por último, el amor a los recuerdos, fundamental para el ser humano, y sobre el que quiero hacer especial hincapié. 

Comienzo, precisamente, este artículo el día siguiente al Día Mundial del Alzheimer y tras leer la noticia publicada esa misma mañana en este diario, en la que se informa, según datos de la Consejería de Salud, que más de la mitad de los mayores de 80 años de la Región de Murcia sufre síntomas de alzhéimer

Inevitablemente, y de forma egoísta, pienso en mí. Y pienso en ese amor incondicional que siento hacia mis recuerdos, y solo con imaginar que algún día decidieran serme infieles y me abandonaran, se produce una desazón en mi interior que me incita a comprobar de inmediato, en un rápido repaso mental, que todo sigue en su sitio. Me tranquilizo. 

Y es entonces, cuando me permito el lujo de recrearme en algunas de las paradas de ese viaje improvisado a mi memoria, paradas placenteras seleccionadas aleatoriamente por mi cerebro, en las que de forma inmersiva consigo, o eso creo, palpar las mismas texturas, oler los mismos aromas, escuchar las mismas melodías, reconocer los mismos sabores y ver a las mismas personas que hicieron que me sintiera querido, en estos recuerdos recuperados. Y todo eso, como si fuera un truco de ilusionismo, me hace sentir bien. En realidad, nada nuevo. Hará unos años que Susumu Tonegawa, Premio Nobel de Medicina, descubrió que cuando una persona recuerda algo con intensidad, el recuerdo de esa imagen activa los mismos mecanismos en el cerebro que cuando esto sucedía en la realidad.

Puede que este sea el verdadero objetivo que perseguimos cuando buceamos con insistencia en nuestros recuerdos: repetir las mismas sensaciones ya vividas. Volver a resucitar aquellos momentos, algunos, genéricos para la mayoría de nosotros, sobre nuestra infancia, nuestra juventud, la familia…, que consiguieron enraizar de manera especial en nuestra memoria, pero tal vez, los que busquemos con más ansia, sean aquellos más personales que, como el ADN, nos definen como personas exclusivas, pero esos, cada cual sabrá los suyos.

Consciente de lo triste y duro que puede resultar un presente sin pasado, me aferro con más fuerza, si cabe, a ese amor por lo vivido, a ese amor por lo sentido, a ese amor por los recuerdos, y feliz y agradecido porque los míos sigan vivos, no puedo evitar que aparezca una sonrisa en mis labios.

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