La Opinión de Murcia

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Ernesto Pérez Cortijos

Luces de la ciudad

Ernesto Pérez Cortijos

La más dulce de las pasiones

Dice un refrán árabe que «si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres ir lejos, rodéate de buena gente»

Qué gusto da encontrar a buena gente por el camino, y no me refiero al de Santiago, que también, sino al de la vida. Buena gente en el más amplio sentido de la palabra. Gente que, en la mayoría de los casos, sin conocerte de nada, con su trato, con sus palabras, con su mirada, consiguen que tu vida resulte más llevadera. Gente que hace que lo complicado sea sencillo, que la preocupación se convierta en esperanza, que la incertidumbre se trasforme en seguridad, que la oscuridad se ilumine. Gente buena.

Para algunos pensadores como el filósofo y profesor alemán del siglo XVIII, Alexander Baumgarten, «la bondad es la determinación de la voluntad para hacer bien a los demás». Existen grandes referentes mundiales para los que esta máxima se ajusta como un traje a medida: Mahatma Gandhi, la Madre Teresa de Calcuta, Nelson Mandela o la estudiante pakistaní Malala Yousafzai, la persona más joven en recibir el premio Nobel de la Paz con tan solo 16 años, entre otros muchos, que han dedicado sus vidas a promulgar la no violencia, a ayudar a los pobres, a pronunciarse y actuar contra la segregación racial, a defender los derechos civiles…, en definitiva, a buscar el bienestar de los otros. Pero tan valiosa y necesaria, como estos gigantes de la lucha por la libertad y la igualdad, es esa otra gente a la que me refiero, gente sencilla y anónima, diseminada y oculta entre todas las capas de la sociedad.

Es incuestionable que todos libramos batallas de todo tipo a diario, unas de carácter económico, otras de salud, familiares, profesionales…, y es ahí, precisamente, en esos instantes en los que surgen los problemas cotidianos, en ese día a día en el que no consigues ver el final del túnel, cuando realmente descubres a estas personas que, más allá de sus funciones y de la amabilidad y la educación mínima exigida, extienden con humildad una mano amiga, empática, una mano sincera que trasmite confianza y ofrece ayuda. Yo he conocido a algunas de ellas y tengo que confesar que, gracias a estas personas, tras sufrir una grave enfermedad, afortunadamente ya superada, no sentí en ningún momento mi vida en peligro, a pesar de estarlo. Gracias.

Dice un refrán árabe que «si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres ir lejos, rodéate de buena gente». Pero no siempre ponemos la bala donde ponemos el ojo, y existe la otra cara de la moneda, aquellas otras personas que, conscientes o no de ello, son dañinas, sobre todo para el espíritu. La toxicidad, al cubo de reciclaje de productos tóxicos, que ya está uno un poco harto de coincidir siempre, qué casualidad, con el día tonto de estos individuos. Cuanto más lejos de ellos, mejor. Y aunque nadie se considere a sí mismo una mala persona, muchos de nosotros ejercemos como tales.

Una cuestión, esta última, que ha conseguido que grandes pensadores a lo largo de la historia se hayan planteado una pregunta existencial: una buena persona, ¿nace o se hace? Al parecer, un gran número de ellos coincide en que la bondad es algo innato en el ser humano, que nacemos con ella, pero que se ve condicionada a los diferentes valores y aprendizajes que vamos adquiriendo a lo largo de nuestro crecimiento.

No tengo dudas: de mayor quiero ser buena gente, simplemente eso, nada más y nada menos, y experimentar esa increíble satisfacción interior que produce hacer el bien y que, según Descartes, es la más dulce de todas las pasiones.

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