Raíces

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Una vez le leí al Premio Nobel de literatura José Saramago decir que el hombre más sabio que conoció no sabía leer ni escribir. «Era mi abuelo materno y, aunque analfabeto, era un sabio en su relación con el mundo. Era pastor y había armonía en cada palabra que pronunciaba. Era una pieza en el mundo. No era apático, ni resignado. Era un ser humano directamente conectado con la naturaleza, como los árboles de su huerto, de los cuales se despidió cuando tuvo que viajar a Lisboa. Les abrazó y se despidió de ellos, de su naturaleza, porque sabía que se iba a Lisboa a morir», tal y como contaba el escritor portugués.

Reproduzco aquellas palabras porque me parecieron tremendamente hermosas, por lo que contaban de aquel hombre que, sin duda, marcó su niñez y que, seguro, tuvo mucho que ver con la persona en la que se convirtió. Las circunstancias en las que nacemos y crecemos nos condicionan y, aunque soy de las que piensa que no nos determinan, no cabe duda que son un aliciente o limitación, según los contextos, en nuestras vidas.

Yo no he hablado demasiado de mis abuelos. A los paternos prácticamente no los conocí, mi abuelo falleció joven y no me han contado demasiado de él, y mi abuela, de la que sí he escuchado muchas historias, murió cuando yo apenas tenía dos o tres años. A los padres de mi madre sí que los traté más, pues como muchos otros abuelos hacían de ‘niñeros’ con nosotras.

Mi abuela Josefa fue modista, de las mejores de Caravaca, dicen algunos. Era una mujer sencilla y pequeña, pero tremendamente activa y con muchísimo temperamento. 

Muy recta y protectora de los suyos. La recuerdo siempre con su pelo cano y sus negras vestimentas. Creo que su fuerte carácter influyó mucho en hijas y nietas y no creo equivocarme si apunto a que también nos legó algunas de sus peculiaridades y manías. De ella heredé sus miedos y desconfianzas y, quizás, una ‘auto-exigencia’ extrema.

Mi abuelo Salvador, por el contrario, era alto y de firmes hechuras que vestía siempre distinguidamente con tirantes, bastón y sombrero. Le traía cierto aire a Cela, pero en guapo. Era un lector empedernido, hacía cuentas como pasatiempo y escribía a diario con una letra florida y preciosa las ‘crónicas’ de su tiempo.

Quizás fue también, de algún modo, una de las personas más inteligentes que conoceré. Y aunque pienso que ojalá hubiese heredado más de él, intuyo que es suya esta tendencia al relato, a dejar por escrito lo que seguramente algún día ya no recordaré

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