El pintor está pintando

La pintura alegre, a veces con pinceladas que denotaban melancolía de la infancia ida, los brillos y mates en sus cuadros y aquella técnica creada por el pintor a la que se dio en llamar ‘confetti’, siempre me embelesaron

El pintor Mariano Ballester´.

El pintor Mariano Ballester´. / archivo TLM

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Suele ocurrir con el paso de los años, cuando uno ya cabalga hacia el sol de poniente. No recuerdo dónde he dejado las gafas hace un instante y por el contrario los recuerdos del ayer afloran con plena nitidez. Habré de iniciar este escrito, imitando a mi querido amigo, cronista oficial de La Alberca, Juan Beltrán Arnáez, que siempre tuvo por costumbre hacerlo con su tradicional: «Viene a mi memoria…».

Pues eso. Viene a mi memoria al leer en la prensa la excelente exposición del genial pintor Mariano Ballester, celebrada en el Almudí, aquellos días en los que frecuentaba su casa en el carmelitano Paseo Corvera, para posar para un retrato que me obsequió, con motivo de mi primera comunión, mi siempre recordado y querido Ángel García Mulero, destacado funcionario de la Cámara de Comercio y personaje carismático en la Murcia de la segunda mitad del pasado siglo. Solterón empedernido, amigo de artistas y bohemios, empresario y hombre libre en todos los aspectos. A él se debió la llegada de las primeras salchichas de Frankfurt, las que los murcianos pudieron degustar en su stand de la FICA o aquel otro negocio que creó en la entonces flamante Torre de Murcia, en plena Gran Vía, entonces de José Antonio. Local mal visto por censores y místicos de la época, una barra americana a la que denominó: ‘Whisky la Tour’. Lugar de penumbra y pesadas cortinas de rojo intenso que impedían el paso de la luz exterior y en el que una sola dama atendía a la escasa parroquia que lo frecuentaba. Una música romántica ponía el fondo sonoro al local en el que –lo narro como anécdota– se permitía a un destacado jerifalte económico de la época, orinar en la cubitera del champagne para que el notable no se molestara en desplazarse al WC.

Pues sí, fue ‘Angelín’ (Su diminutivo para los amigos) quien durante un tiempo me hizo soñar con aventuras mil, al recogerme en mi casa, en su flamante Vespa con sidecar (Lo que me hacía sentirme Flash Gordon al colocarme un enorme casco y las gafas de motorista, al ocupar el asiento en el ‘zapato’ con forma de cohete).

Vivía el pintor en un viejo caserón galdosiano. Solía abrir la puerta Monique, esposa del pintor, la misma que recibía con ternura a la criatura que un día fui. En el recibidor de la confortable vivienda, un negrito de cartón tocado con bombín te daba la bienvenida desde su asiento. Una figura inmóvil que abría también las puertas a la imaginación en aquel piso plagado de cuadros, dibujos y juguetes de época que siempre me fascinó.

Tras el posado, la merienda, en la que reinaba la simpatía arrolladora de Monique, la señora que nunca perdió su acento francés.

La pintura alegre, a veces con pinceladas que denotaban más que cierta melancolía de la infancia ida, los brillos y mates en sus cuadros y aquella técnica creada por el pintor a la que se dio en llamar ‘confetti’, siempre me embelesaron, al igual que les ocurrió a José María Párraga y al único representante vivo de aquella época dorada de la pintura murciana, Paco Cánovas, admiradores impenitentes de la obra de Mariano Ballester.

Sonó el teléfono de baquelita negra, y Monique, con su delicado acento español-parisino, atendió la llamada y cortésmente diciéndole a su interlocutor: «El pintor, está pintando…».

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