Los dioses deben de estar locos

El bosque sagrado

La música, como si fuera un genio al que involuntariamente todos hubieran invocado, se hace presente, pues las almas están preparadas. Los pastores cantan sus amores, y es como si todo quedara envuelto por el aire perfumado de una remota Arcadia pastoril, milagrosamente vuelta a la vida

La pastora Marcela, de Cecilio Pla, 1905.

La pastora Marcela, de Cecilio Pla, 1905.

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Don Quijote, que se ha encontrado casualmente con unos cabreros, comparte con ellos una cena modesta; prestan la mejor hospitalidad que se puede dar en los parajes boscosos, tan alejados de poblado, en los que se encuentran. Animado por la amabilidad sincera de aquellas buenas gentes, el hidalgo pronuncia el célebre discurso sobre la edad de oro de la humanidad, celebrando un tiempo en que no había guerras ni discordias, ni dinero, ni propiedades. Reconfortados todos en su ánimo, ahora más apacible y tranquilo, más calmo y virtuoso que nunca, la noche se abre a la conversación, se reparte el vino en un movimiento constante que recuerda al eterno girar de una noria, y las lenguas se sueltan. La música, como si fuera un genio al que involuntariamente todos hubieran invocado, se hace presente, pues las almas están preparadas. Los pastores cantan sus amores, y es como si todo quedara envuelto por el aire perfumado de una remota Arcadia pastoril, milagrosamente vuelta a la vida. 

Don Quijote, caballero enamorado, no puede haber caído en mejor sitio que donde se cantan amores desgraciados y las heridas abiertas que rompen el corazón partiéndolo en pedazos. 

Piensa que se encuentra mejor incluso que entre los habitantes de églogas pastoriles que cantan y ponen en verso los dolores sin esperanza. La conversación es elevada, y en verdad puede decir que de los montes y las peñas nacen poetas y filósofos, sabios agrestes, que nada han de envidiar a otros que se afanan en cátedras y universidades. Aquellas soledades son frecuentadas también por desertores del mundo que cantan sus penas de amor. A la mañana siguiente, poetas y pastores acudirán al entierro, oficiado sin sacerdote alguno, de Grisóstomo; de quien dicen, ha dejado voluntariamente que se extinguiera la llama de su vida al no poder liberarse del embrujo amoroso, de la pura obsesión, que sentía por una joven llamada Marcela. El acontecimiento es extraordinario y los amigos de Grisóstomo recitan los versos póstumos más terribles que pudieran dedicarse a una amante fría, desdeñosa y cruel. De repente, y ante el pasmo de todos, la bella asesina irrumpe en los funerales. 

Había abrazado la vida pastoril, y con un toque de amazona, proclama su voluntad de esquivar la compañía del varón, sus requerimientos y su persistente voluntad de sometimiento. No es culpable de la muerte de Grisóstomo, aunque la lamenta en el alma; con una voz que aún hoy puede resonar valiente y desafiante, proclama que no se puede obligar a amar, que el cariño se entrega sólo de buen grado; que porque una persona ame, no hay que esperar ni exigir que el ser amado devuelva, como en un eco, el mismo sentimiento. 

Amar no es un deber, no es una obligación, sino un acto libre y gratuito de la voluntad. Haber rechazado a un hombre que la solicitaba en amores no fue una afrenta, ni incurrió en agravio alguno; y por ello, no es culpable de nada, ni merece castigo, ni es falta suya el daño que el despechado amante haya podido provocarse a sí mismo. Mujer libre, no pertenece a nadie.

Marcela habla como una valiente. Parece por momentos una Diana de los bosques; y en un lenguaje que hubiera admitido su contemporánea Teresa de Jesús, exige igualmente que se respete su voluntad. 

Jamás miradas hambrientas han de profanarla, lejos de ellas todo requerimiento de varón. Dicho esto se adentra en la floresta para desaparecer a la vista de todos tan abruptamente como había aparecido. Don Quijote, valeroso campeón de las causas justas, eterno amante de lo inalcanzable, rinde su escudo y espada a Marcela, y se erige en centinela y guardián del bosque que no ha de cruzar profano alguno.

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