Las fuerzas del mal

Puertas al campo

Enrique Olcina

Enrique Olcina

Imagínese la casa de sus sueños, en todo su esplendor, es posible que incluso esté viviendo en ella. Quiero que también se imagine que comienzan a hacer una obra allí cerca y levantan tres grandes chimeneas, o cuatro, o cinco o siete. Ya es demasiado tarde, imagínese, cuando aquellas chimeneas empiezan a echar humo. Resulta que le han colocado al lado de casa unos altos hornos.

Al principio es poco a poco, pero luego eso ruge, día y noche, como la antesala del infierno. Su coqueto jardín, lleno de ceniza y alrededor de su antes tranquilo, idílico, plácido vecindario se van construyendo bloques grises para albergar la ingente cantidad de trabajadores que esos altos hornos necesitan. Trabajadores que hablan una lengua extraña, comen cosas extrañas y tienen costumbres extrañas pero que vienen a trabajar atraídos por los altos hornos. Gente extraña, aire contaminado y agua con escoria de esa fundición que trabaja día y noche y que le lleva a la puerta de su casa tráfico pesado con carbón, mucho carbón, que se convierte en ceniza, que contamina el aire, que apaga su jardín. Y su vida.

Usted intenta primero hablar con los de la fábrica pero el encargado le recibe con una machota, un martillo de proporciones wagnerianas dispuesto a ser usado en cualquier momento de la conversación. Desalentado, usted va a hablar con la autoridad para que cumplan las ordenanzas de industria, porque usted estaba ahí antes y ese no era terreno industrial. La administración lo mira a usted y observa al mismo tiempo los impuestos y tasas que esa nueva gente aporta, y cómo incluso algunos esos extranjeros votan, también calcula los votos y usted siente que le están dando largas y disculpas. Lo sabe porque ve a esa misma administración haciéndose fotos muy lúcidas con los prebostes de esas empresas, a los que llama sal de la tierra y columna vertebral de la comunidad, porque hacen vigas de acero imprescindibles para la construcción.

Imagínese que ha vendido la casa de sus sueños por una ruina y se compra otra, hecha con las vigas de esos altos hornos, y que un día esas vigas colapsan porque el gobierno permitió comercializarlas a pesar de que el acero no era el adecuado. La casa se cae, y usted es posible que esté bajo los escombros.

Ahora sustituya el tío de la machota con los asaltos a las instituciones, las vigas por carne de vacuno con tuberculosis, altos hornos por un cebadero de cerdos o la casa de sus sueños por el Mar Menor, Doñana o su propia vida. Entenderá que hay que ponerle puertas al campo para que cumplan las mismas regulaciones de toda actividad industrial. Pero usted votó a la misma gente que le dio largas. Yo le diría eso de «que le aproveche» pero lo malo es que todos, menos ellos, vamos a comer de ese mismo rancho. Cuatro años muy largos donde, estoy seguro, como le han bajado los impuestos se ha consolado con poder pagar un seguro médico privado para intentar curarse la tuberculosis que ese seguro no le cubre, pero usted les va a volver a votar mientras a esputos sigue odiando a esa gente extraña que vino a trabajar. Todo bien.

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