La Opinión de Murcia

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Javier Lorente

Agua de mi aljibe. Crónica desde Cartagena

Javier Lorente

La clave de la memoria RAM

Cuando superas el medio siglo de edad, uno se da cuenta de que le queda un tramo de vida menor del que ha vivido, así que en esas estamos, en esa ‘madurez’ en la que nos da por repasar la memoria interna, reorganizando en carpetas muchos ficheros que tenemos por ahí inconexos y buscando nuevos criterios para interrelacionar el almacenaje. Incluso quienes padecemos el síndrome de Diógenes, llega un día en que estamos abocados a poner orden en nuestros asuntos e, irremediablemente, a tirar muchas cosas a la papelera de reciclaje. Uno no sabe hasta cuándo mantendremos esta capacidad de manejar con destreza el ordenador de nuestros recuerdos, los archivos de las cosas vividas y, sobre todo, el largo listado de los planes nunca culminados. Tamaña tarea, como todas las que tienen sentido, ha de realizarse con precisión de cirujano, sin perder demasiado tiempo en la autocomplacencia ni en la autocompasión, aunque es recomendable hacer las paces con aquellos que fuimos y que propiciaron el que ahora somos. Sí, llega el día en que uno debe tener claro que tiene que tirar por la borda el lastre de aquello que quisimos ser pero siempre se quedó en la carpeta de cosas pendientes. 

Menos es más. Cuando no sabemos cuánto nos va a durar el combustible hasta que nuestro viaje se acabe, la mejor opción es aligerar el peso, simplificar nuestra vida, centrarnos en lo más importante y hacer el sprint final con fuerzas renovadas, desnudos como los atletas griegos. Tal vez nuestra carrera nunca haya sido una línea recta, puede que hayamos estado dando vueltas al mismo circuito o puede que nos hayamos salido muchas veces del recorrido marcado o del camino que nos convenía, puede que alguna vez hayamos sido como la liebre y otras como la tortuga, pero llega un momento en que uno tiene que apostar por dedicar toda la energía disponible a finalizar la carrera. Lo importante no es llegar el primero, que uno ha aprendido que no merece la pena hacerlo pisoteando al de al lado, así que hemos de concentrar las fuerzas y mantener la ruta y no olvidar que el reglamento nunca prohíbe darle la mano a quienes corren a tu lado. Llega el día en que uno debe dedicar más atención a los compañeros que a los adversarios. 

Mi hija ha venido unos días a casa, ha vuelto a tomar posesión de su habitación y le ha dado por ordenar y tirar cosas a la basura. Ella es joven, pero lo suficientemente madura para ser consciente de que ya no es la misma y que tiene que desprenderse de muchas cosas que ya le son extrañas. De vez en cuando conviene resetearnos o hacer como los gatos, que se purgan comiendo unas hierbas del jardín. Arrastramos demasiadas cosas sobre nuestras espaldas, fardos pesados que lastran nuestro caminar. Necesitamos menos cosas y necesitamos olvidar. Dicen que nuestro cerebro explotaría si lo recordásemos todo, que durante el sueño hace una criba de todo lo almacenado y que, a la larga, sólo recuerda lo que más conviene. Nos sobreponemos al dolor, la pérdida, las catástrofes y los padecimientos pasados gracias a la nostalgia, que es como un baño de azúcar que nos endulza los tiempos pasados y nos hacen creer que cualquiera de ellos fue mejor. La nostalgia viene bien, pero el exceso de azúcar es un peligro para quienes vamos teniendo cierta edad y es mejor mantenerla a raya.

El trayecto que nos queda no deberíamos hacerlo dejándonos llevar por la inercia del impulso inicial que arrastramos. Ni siquiera las inmensas fuerzas del Cosmos podrán mantener para siempre la fuerza explosiva inicial. Todo va a menos, pero aún tenemos la posibilidad de volar más alto que nunca si aligeramos el peso. Quisimos hacer todas las carreras, pisar todos los charcos y alcanzar todas las metas, pero hemos llegado hasta aquí y podríamos rendirnos y dejarnos llevar o caer, pero aún nos espera lo más decisivo: Podemos concentrar nuestros mejores años en sabiduría en pasar el testigo a los que vienen detrás, no hay porqué resignarse a la soledad del corredor de fondo. 

Se nos ha ido de la carrera José Luis Balbín. Veía de adolescente su programa, La Clave, cuando no había televisiones privadas ni plataformas digitales. Por alguna extraña razón, a mí me gustaban aquellas películas clásicas, raras, lentas, filosóficas… que se salían de las que se solían programar en la televisión y en los cines de mi pueblo. Mis padres se quedaban durmiendo en el sillón y cuando se despertaban se daban cuenta de que yo seguía, como si me hubiese tomado dos cafés, el coloquio posterior, donde conocí a pensadores, políticos, artistas, escritores y personajes muy sesudos de todas las tendencias e ideologías, que despertaron en mí la certeza de que había todo un mundo que yo ignoraba y la sorpresa de que todas las cosas eran discutibles y que, casi nunca, la verdad era posesión de nadie en concreto. Aquél programa, La Clave, despertó en mi cerebro resortes que ni yo sabía que tenía, algo así como cuando a tu ordenador le introduces un programa que te cambia y reordena toda la configuración y te añade nuevas aplicaciones que te lo hace todo más fácil y, a la vez, te lo complica todo porque necesitas más memoria RAM y aprender a manejarlo. 

La Clave me cambió para siempre, me hizo un enamorado del cine, descubrir que todo no eran aquellas ‘españoladas’, ni las películas huecas y grandilocuentes que pretendían ser históricas, ni las del destape, pero, sobre todo, me enganchó al gusto por la conversación y la polémica (en su buen sentido), cosa que promoví en el colegio, en el instituto y en otros ámbitos asociativos. El maestro Balbín nos ha enseñado a muchas generaciones a pensar, a escuchar, a dudar de nuestros propios argumentos y a la bella y necesaria tarea de que la única verdad posible es la que se alcanza con el diálogo de los que piensan diferente.

El 23 de febrero de 1981, cuando aún me faltaban meses para cumplir 17 años, yo estaba escuchando en mi habitación, mientras dibujaba, el debate del Congreso de los Diputados, algo no muy normal en chicos de mi edad. Yo era fiel oyente de los programas musicales y culturales de Radio 3, me gustaban los debates radiofónicos, me preocupaba la marcha de la Transición española y estaba entusiasmado con un Felipe González que se enfrentaba dialécticamente a todos aquellas antiguallas. Todo aquello se lo debo, sin duda, al programa de José Luis Balbín. En aquellos tiempos, España era un país con todo un futuro por delante, con un horizonte nuevo que se vislumbraba a través de unas ventanas que se abrían de par en par pese a tantos años de estar cerradas a cal y canto. Se alejaba el miedo y el luto y venía la música, la alegría, la convivencia, la cultura y el diálogo entre distintos. Por eso no triunfó Tejero ni quienes querían volver hacia atrás. 

Lo mío no es por nostalgia, es por futuro. Puede que esto sea una carrera de obstáculos y que ya hayamos pasado por aquí en otros tiempos, pero uno cree que sobran muchas tertulias amañadas, sobran muchos programas llenos de gritos donde nadie se escucha, y hace falta seguir el camino con las manos tendidas a todos, escuchando a todos, dando la voz a todos, sin que nadie se quede en la cuneta y sin que se permita que los más poderos pasen pisando a los demás. Nos llegan mensajes interesados, consignas por doquier, las verdades se quieren imponer y no interesa que la gente piense por su cuenta… tal vez nos deberíamos sentar a hablar, todos, como en La Clave.

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