La Opinión de Murcia

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Belén Unzurrunzaga

Salud y rockandroll

Belen Unzurrunzaga

La locura colectiva

Fotografía de Iván Urquizar.

Tuve covid cuando no era mainstream; hoy se cumplen dos años de mi pérdida del olfato y el gusto. Tenía dos rollos de papel higiénico en el baño, vivía al límite, pero la nevera estaba llena. Había hecho una compra unos días antes, con la intención de entregarme a una orgía culinaria diaria, para intentar distraerme y disfrutar de la cocina, esa que la rutina no me permite gozar como uno de los mejores placeres que tiene esta vida. Me jodía terriblemente que todo lo que comía era aire, pasaron los días y nada, cocinaba garbanzos con chorizo, arroz con cosas, lentejas con piparras, empinándome el líquido picante y nada. Olía los perfumes que tengo en el baño y el resultado era algo angustioso porque no notaba nada.

Mientras yo tenía como compañero de piso a un virus por aquel entonces desconocido, aplaudíamos a las 8 cada tarde, las noticias eran terribles, las residencias de mayores eran lugares de horror y muerte, Nuestros sanitarios se protegían con bolsas de basura, nos encogió el corazón que el Palacio de Hielo se convirtiera en una morgue, Madrid era un lugar triste y silencioso, y yo tenía miedo.

Al cabo de unas semanas, mientras veía en la tele la prórroga del estado de alarma en el Congreso de los Diputados (me va la marcha, ya lo saben), tomaba un café con leche y de repente tuve que ir corriendo al baño, vomité. Empecé a sentirme mal y como pude me metí en la cama. Fueron pasando las horas, la fiebre subió. Vivo sola, y mandé varios audios a personas de mi confianza para que supieran lo que estaba pasando; la fiebre seguía subiendo. Un amigo que por la gracia divina, esto es en sentido literal, podía desplazarse, decidió venir a casa; es sacerdote, uno de mis mejores amigos de la infancia. Manda narices que lo más parecido a una cita en aquellos días no iba a tener un final feliz, pero verle entrar fue lo mejor que me pasó en aquellos días de silencio y ansiedad.

Un suero, paracetamol y llamar al teléfono del covid para seguimiento fue lo que ocurrió en aquella cita macabra. Pasaron dos días y poco a poco comencé a sentirme bien, pero transcurrió bastante tiempo hasta que recuperé el olfato y el gusto, aunque ya no es lo mismo: un sabor metálico me sigue acompañando como secuela, y que todo sea eso. Pasaron los meses y llegaron las vacunas, las mutaciones de las cepas, las variantes, llegó la barra libre de antígenos, los síntomas leves y, de repente, ni nos acordamos de Fernando Simón y las comparecencias de miembros del estado mayor hablando en ruedas de prensa sobre los que se saltaban las normas, se acabaron los cierres del telediario de Carlos del Amor, y hoy casi ni hablamos de la pandemia.

Ahora estamos viendo por la tele una guerra y cómo sus consecuencias afectan a algunos sectores. El ruido, la politización, la huelga del campo que algunos de sus asistentes parecían salidos de un desfile de Jara y Sedal, el precio de la gasolina. Lo que no pensé que volvería a ver cómo la gente deja las estanterías de los supermercados sin leche ni aceite de girasol, haciendo acopio como si tuvieran una Churrería.

La locura colectiva, el Apocalipsis en los supermercados, el terror en los ultramarinos, las mentiras y bulos alimentando a la bestia cada día. Es normal que tras once días sin que circulen mercancías, los supermercados se encuentren escasos de algunos productos, pero no por problemas de desabastecimiento, sino porque el ser humano no dejará de sorprenderme y, ante el miedo, se comporta de manera irracional y absurda, llevando a su casa cantidades obscenas de aceite de girasol.

Menos comprar leche y aceite y más meterse mano y decir te quiero, cuidar al amigo, o ayudar a quien lo necesite. Ya lo dice Viva Suecia en su nueva canción, No hemos aprendido nada.

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