Eesde hace algún tiempo tengo la costumbre de empezar el año con un libro de Charles Dickens. Lo he convertido en un ritual desde aquel ya lejano día en que me dije que en realidad odiaba el cava. Me despierto temprano, arrimo la butaca a la ventana, desde donde puedo ver la plaza vacía con ese aire algo lúgubre del fin de la fiesta, y empiezo a leer.

Los comienzos de las novelas de Dickens son mágicos, tienen la fuerza, el encanto y el misterio de un telón que se abre para invitarnos a entrar en un mundo desconocido, que es lo mismo que nos disponemos a hacer todos ahora dejando atrás la mezcla de tristeza, nostalgia y frustración que se siente por lo conseguido o lo perdido. Da vértigo mirar atrás y comprobar todas las cosas que han ocurrido. Da vértigo asomarse al horizonte e imaginar qué nos tiene reservado el destino.

Quizá por eso me siento tan bien acogido por las novelas de Dickens. El rito no funciona igual con otros autores. Tiene que ser Dickens. Sus historias arrancan muy lentamente, sin prisa, eso es fundamental. Puedes entrar como quien no quiere la cosa, como un espectador o un paseante, a ver lo que ocurre. Su atmósfera te envolverá suavemente. Das los primeros pasos como si todo se hubiera renovado, aunque solo sea una ilusión. Y caes rendido a esa ilusión que te hace creer que así funciona la vida, llegará lo imprevisto: «Puede estar seguro de que hay hombres y mujeres que están ya en camino y cuyas ocupaciones se mezclarán con las suyas inevitablemente. No le quepa duda. Quizá vengan desde cientos o miles de kilómetros de distancia, del otro lado del mar, quizá estén ya cerca; quizá estén acercándose sin que lo sepa ni pueda hacer nada para evitarlo…». Para eso nos prepara Dickens. Nos cura del desánimo o el miedo que se pegan a estos días finales y primeros. De todos los seres que pueblan sus novelas ninguno es aburrido. No hay vidas insignificantes. Nos prepara para el vértigo. Y lo hace no minimizando el vacío, sino engrandeciendo el salto.

Todo adquiere un tamaño irreal en sus novelas, deformado por la exageración, tal como ocurre en los sueños más esclarecedores o en el amor. Como decía Chesterton, «el arte de Dickens se parece a la vida en que, como ella, es irresponsable y, como ella, increíble». Así nos ayuda a estar a la altura de la permanente novedad de la vida. Y cuanto más confuso, mediocre y perdido nos parece el mundo, más necesitamos exagerar nuestra fe en él. Solo de esta forma estaremos preparados para ver lo imposible que surgirá en cada comienzo. Empezar con Dickens es creer que siempre habrá primeras veces.