Como estamos en las fechas que estamos, uno no puede escaparse de ciertas ideas que el 1 y el 2 de noviembre traen a tu mente, y no me refiero al recuerdo de los queridos, muy queridos, muertos, los que ya tienes en tu lista personal, porque a esos los llevas dentro cada día. Las reflexiones a las que me refiero son a las de la propia muerte, a la mía, como ejemplo. Pero no me voy a poner hoy aquí a colocarles a ustedes los miedos, la mala baba y el cabreo que esa idea nos trae a casi todos, sino el panorama que se les presentaría a los míos el día que me convierta en un fiambre con todas las cosas que dejo por en medio.

Para comenzar, he tenido un estudio desde hace más de cincuenta años. Realmente he tenido cuatro, pero lo que ha habido dentro siempre ha sido trasladado de uno a otro. Imaginen ustedes lo que se puede encontrar en cajones de muebles y en estanterías.

Como, además de a la pintura, he llevado a cabo otras actividades profesionales –esta, la que tienen ustedes delante, por la que, en el 2024, celebraré, si llego, mis 50 años escribiendo en los periódicos ininterrumpidamente– el estudio tiene sus zonas dedicadas a la escritura, con miles de artículos en sus páginas correspondientes de las publicaciones. También hay revistas en las que escribí, y libros en los que aparecen cosas mías. Me imagino a mis hijos, apenados por la pérdida de su padre, preguntándose qué demonios hacen con todo ese papeleo. Y lo tirarán a la basura. Y harán bien, porque en las hemerotecas está todo lo que he escrito, lo bueno y lo malo.

Por otro lado, también, claro está, la pintura ocupa la mayor parte del estudio. Hay cuadros de diferentes épocas, aunque no muchos, sean dadas gracias la vida, que me ha dado tanto, y ha hecho que esos cuadros estén por ahí, por las casas y lugares públicos. En esto no habrá problema porque se los repartirán mis familiares y deudos, y a otra cosa, pero qué hacer, por ejemplo, con mis retratos. Tengo varios que me han pintado compañeros artistas (todos guardados, no me gusta verme a diario) y otros, dos, que me hicieron escultores amigos; dos cabezas, una en piedra artificial y otra en bronce. La verdad, no me imagino la casa de uno de mis hijos con mi cabeza puesta en el salón mirándolos desde esa masa en tres dimensiones. Y, en el caso de que lo hicieran, quizás luego algún nieto de los que me haya conocido se quedara con una, pero ¿qué me dicen de la siguiente generación? «¿Quién era este tío?», seguro que preguntará algún jovenzuelo. «Tu tatarabuelo», le responderá con un cierto asco el marido de alguna biznieta. «Era feo, el jodío», dirá el nene y ambos se reirán. El problema mayor es que, a la cabeza que es de piedra, con unos martillazos se la cargan y a otra cosa, pero, ¿qué van a hacer con la de bronce? A lo mejor, tirarla al mar. Yo qué sé.

Luego están los libros. Tengo muchos, pero muchos, muchos, y en mi casa caben porque es grande, pero a ver dónde los meten mis trasuntos. ¿Y las fotos?, ¿Y los recuerdos, y las metopas de reconocimiento, algunos premios y placas conmemorativas? ¿Y los chismes que nos trajimos de los viajes: el barco de Egipto, la tetera de Marrakech, lo de Estambul, la cosa de Praga, la chorrada de Viena... ¿Lo tirarán todo a la basura? Supongo que sí, pero es que hay mucho que tirar, de verdad.

A lo mejor ustedes están pensando que por qué me preocupo si yo ya no voy a estar aquí, así que allá ellos, los descendientes, pero lo cierto es que la mayoría de los de mi generación nos hemos pasado la vida almacenando chismes, y más cuando, como yo, han desarrollado actividades variadas que han producido unos restos muy valiosos para el que suscribe porque son un reflejo de lo que he vivido, pero que a los demás les importan un pimiento, como es lógico.

No tengo ningún interés en que trasciendan cosas mías, porque, una vez que me haya muerto, adiós, muy buenas. Seguiré viviendo en la memoria de mi familia y de mis amigos. El resto es silencio. Lo que ocurre es que no me apetece ponerme a darle martillazos a la cabeza de piedra antes de morirme. Nada, que me da mal rollo.