Siempre he creído que mi pecado original era la ira, pero ya no estoy seguro. Durante este proceso de crisis de los 30 he puesto el foco, con ayuda, claro, en algo que creo que llevo aún más dentro de mí, pues aunque inconscientemente he tendido a creer que no, el fondo no son las tripas si no el alma. Y en mí ahí lo que habita es la más voraz de las gulas. El ansia de probar absolutamente todo, por el mero hecho de hacerlo. Siempre he sido de los que van a un restaurante y les sobra comida, porque pienso que quizá no vuelva allí jamás, así que lo único que tiene sentido es probarlo absolutamente todo. Por eso me gustan los entrantes.

El no comprometerme con un plato principal, si no picotear de una gama variada. Leer siete libros de trescientas páginas antes que uno de mil. Me he dado cuenta de que quizá por eso el mito del vampiro siempre me ha atraído tanto. Al principio, en una lectura más superficial, creí que era por aquello de la vida eterna y el miedo a la muerte, pero en realidad es por la gula. Que quizá, sí, es una respuesta a la muerte, pero no tiene nada que ver con el deseo de ser eterno, si no con el de sentir que se ha aprovechado el tiempo del que se dispone.

Arrepentirme es algo que me da mucho miedo y, a la vez, racionalmente no puedo dejar de pensar que no tiene ningún sentido. Si jamás puedes vivir dos vidas y comprobar qué hubiese ocurrido si hubieses hecho otra cosa, jamás sabrás cuál era la decisión correcta. Hasta cierto punto, claro. Pincharse heroína en los genitales no suele ser la opción correcta y ahí el existencialismo tiene poco que decir.

Siempre me ha sorprendido que haya personas (una mayoría, de hecho, según he constatado) que prefieran no ver el final del mundo. A mí me encantaría. No ahora mismo, claro, pero si el mundo tiene que acabar algún día, joder, me gustaría ser de los que pudiese verlo. Si todo acaba de golpe quiero estar ahí, pensar que nunca pude vivir el principio pero he vivido el fin, y sentir así que todo cobra, al fin, sentido.