Todos tenían razón. Lo peor llegó a las dos semanas. Tenía que irme de esa ciudad, pero no podía hacerlo de golpe. O al menos no aún. Aquella ciudad a la que sin saberlo había acudido por amor, en la que me quedé por amor y en la que el amor, al fin, tras décadas de intentos, consiguió matarme. 

Durante toda una semana estuve, como un alma en pena, visitando uno a uno los lugares que habían sido más relevantes en nuestra relación. Desde el bosque de secuoyas al puente, pasando por aquella cuesta empinada que intenté subir contigo a caballito y en la que caímos tras resbalar con la maldita lluvia. Creí que de algún modo me purgaría, que someterme voluntariamente a ese dolor serviría de catarsis. Quizá que, tras el shock, el agujero que siento en casi todo mi ser y que me impulsaba a deshacerme por dentro cada pocas horas, se haría tan grande que me acabaría absorbiendo, llevándome con él a una apacible y soportable nada absoluta. 

Llegué a pensar incluso que quizá el dolor me acabaría partiendo por la mitad. Que quizá mi corazón se rendiría de una vez y dejaría de latir. Que el alma se me saldría por la boca, que me daría un infarto de tanto sufrimiento. Pero nada de eso ocurrió. Siempre hay más dolor esperándote en el lugar del que procede, sea cual sea. No hay límite físico en el que simplemente te agotes y te vuelvas insensible. No hay forma de intentar sufrirlo todo de golpe, de una, para así quitártelo de encima. Lo único que podía hacer era vagar con los hombros cada vez más cerca del suelo por el parque en el que hicimos el amor una tarde de agosto hacía ya más de veinte años y llorar a moco tendido tumbado de frente contra la hierba por la profunda vergüenza que me daba el pensar que alguien podía verme. Y eso que ni siquiera era la misma hierba en la que tú y yo nos tumbamos por última vez. Esa ya había sido segada cruelmente por algún pobre diablo que trabaja para el Ayuntamiento. 

Hubo un día en el que creí que lo conseguiría. Tumbado en un banco por el camino más largo y cubierto de hojas hacia los lagos, sin turistas (ni nadie) alrededor. De verdad creí que no iba a poder dejar de llorar hasta matarme. Pero, en algún momento, me quedé sin ganas de llorar y volví a casa en el autobús de línea. Haciendo la cena, horas después, volví a sentir las lágrimas en la garganta. Riéndose de mí. Acudiendo cuando ya no las necesitaba. 

Una vez leí que lo peor es la sensación de vacío que viene después de este dolor tan sumamente inmenso que no tiene sentido que pueda siquiera existir. Los días entumecidos de no ser capaz de sentir absolutamente nada. Si pudiese tener delante al cretino que escribió esa memez le daría un puñetazo, pese a que llevo casi cuarenta años sin darle uno a nadie. Dadme todo el vacío que tengáis. Dadme fría indiferencia y, sobre todo, por favor, dadme indolencia. Pero nada, absolutamente nada, puede ser peor que este dolor tan hondo y profundo que se ha instalado en mi ser y que no consigo expulsar. 

He intentado incluso ver las cosas con cierta perspectiva. Pero Dios me ha cerrado la puerta y abierto la ventana, sí, pero no es más que otra prueba de mierda de las que acostumbra a gastar. Lo conozco ya demasiado. La ventana abierta es solo unatentación a saltar y acabar con todo, una invitación a coger el atajo hacia el vacío. No obstante, siempre he sido muy orgulloso, como tú bien sabías, y no pienso coger ningún atajo. No porque no me haya sentido tentado en alguna ocasión, sino precisamente por todo lo contrario. Si me resisto a acabar con mi vida es porque los pensamientos sobre hacerlo me invaden cada vez con más frecuencia. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene prolongar esta agonía, no? Ya, sé perfectamente lo que me dirías, Mari Carmen, pero es que en tu situación es fácil decir cosas así. Eres tú la que se ha muerto. 

Eres tú la muerta y es normal que, si pudieras, claro, pronunciases cosas como «sigue viviendo», la «vida no acaba», «ahora puede empezar otra etapa de tu vida» y todas esas mierdas. Yo no quiero empezar ninguna otra puta vida a los 65 años, qué quieres que te diga. Que le jodan. Paso de empezar de nuevo, paso de disfrutar ninguna pequeña cosa de la vida ni de encontrar placer en hablar con nuevas personas. Ya he trazado un plan. Me imagino que, conociéndome como me conocías, también habías adivinado esto. 

Me iré de Salamanca, pues para mí Salamanca ahora mismo es un cuchillo sin filo que no consigue matarme pero tampoco he conseguido que deje de herirme. Volveré a la orilla del mar, que tanto eché de menos a veces y que abandoné por ti (lamento todas las veces que te lo reproché durante estas décadas) y me dedicaré, por fin, tras cuarenta años diciéndolo, a aprender a pintar. O lo más parecido que pueda hacer uno a mi edad. Con yogures y pan de molde en la nevera y sin hablar con nadie durante semanas hasta que acabe saludando a algún bañista conocido en el paseo y le pregunte si su abuelo ya ha muerto. Si finalmente ya me he quedado solo hasta que yo también me acabe muriendo. Solos yo y mi duelo.