Opinión | Los idus de marzo

Indultos. A un español que tomaron por estúpido

El nacionalismo es la forma que tienen los ricos de perpetuar su riqueza

Son tiempos confusos, querido lector, a pesar de que nunca los hechos han sido tan clarividentes como ahora. Por la gravedad del momento, me vas a permitir que te tutee. La cercanía puede que no rebaje la indignación que tal vez sientas, pero al menos permitirá compartir este sentimiento de frustración. Tú estuviste pendiente en aquel otoño de 2017 de todo lo que iba sucediendo. Lo recuerdas como si hubiese ocurrido ayer mismo. El problema empezó mucho antes, por supuesto. Tanto que tal vez no habíamos nacido. Al menos yo. Llegó el verano y con él aquel atroz atentado en las Ramblas de Barcelona. Pensabas con cierta inocencia que la tragedia común apaciguaría la escala de desafío al Estado, pero en los funerales y homenajes a las víctimas viste con los ojos aterrados cómo sacaban pancartas independentistas. Era un minuto de silencio. Instrumentalizar la mortaja te hizo entender que nada cambiaría y que el vaso acabaría volcándose.

Puede que te asalten los recuerdos con cierto desorden, pero lo esencial está ahí, sin poder borrarse nunca de la memoria. Creías que tu país se estaba desmembrando, como una Yugoslavia vestida de flamenca. Ese modus vivendi del desafío constante a las leyes, a los mandatos judiciales, el desprecio a todo lo que fuese español... Y la manifestación frente a la Consejería de Economía. Ese recuerdo lo tienes grabado a fuego. Una secretaria judicial junto a otros funcionarios intentado saltar por la azotea hacia otro edificio porque no podían escapar. La turba asaltando y destrozando los coches de la Guardia Civil. Luego el 1 de octubre, las urnas, los miles de heridos inventados, la prensa internacional, como un caballo de Troya contra la verdad, una entrevista a una mujer a la que le habían roto la mano izquierda pero que llevaba la venda en la derecha. Todos testimonios que demostraban una ensoñación colectiva. Un baile de San Vito multitudinario. Y pagado por todos. Sí señor.

Barcelona bajo las llamas, leíamos en los medios. Un fuego de serpentina. En la Universidad, los piquetes independentistas impedían a los estudiantes asistir a clases. Por la libertad, decían. El trivium de la democracia. Luego llegaron las órdenes judiciales. Los huidos de la Justicia en el maletero de un coche. Más desafíos al Estado. Discursos mesiánicos. Todo ese rumor evangélico de monserga nacionalista. Y tú en tu casa, leyendo el periódico o viendo la televisión, harto de enfrentar tu día a día al egoísmo económico de una región rica. Porque tú lo sabes bien, todo es por la pasta. La tuya, claro. Reconoces que el nacionalismo es la forma que tienen los ricos de perpetuar su riqueza. ¿En qué momento la izquierda compró este argumentario averiado? Pero estás desconsolado, porque últimamente escuchas que el nacionalismo es libertad, que esas ideas no son egoístas. Al revés, las llaman progresistas. Qué mundo el que se nos viene encima, y cambias de canal con amargura.

La semana pasada intentaron borrar de la memoria democrática de este país todo lo que había sucedido. Y te produce mucho dolor, porque no ha sido el independentismo el que lo ha hecho. Para nada. Ha sido tu presidente del Gobierno. El tuyo y el mío. El primer hombre de España. Lleva unos meses enseñando la patita debajo de la sábana. Cuando lo escuchaste en la campaña electoral de 2019 jurar que nunca concedería los indultos, tú ya sabías que era un lobo con piel de cordero. Te sorprende que haya gente que lo creyera entonces. Su programa se basó en dos puntos esenciales: no pactar nunca con Podemos y no conceder los indultos. El primer dogma de fe socialista tardó 24 horas en sucumbir. Iglesias era vicepresidente la noche siguiente. El segundo se demoró un año y medio. Pero en realidad siempre ha estado ahí. Tú lo sabías bien.

Pero lo que más te molesta a ti no es la concesión del indulto en sí. Lo tenías asumido. Lo que más te irrita son los esfuerzos del resto por hacerte tragar este arsénico. Son los mismos que te prometían que jamás habría indultos. Son exactamente los que impartían clases magistrales sobre socialismo y palabra. «Nunca habrá indultos, Sánchez lo ha jurado». Ese ‘no es no’ con estribillo propagandístico. Ahora los artífices de aquel ataque contra la Constitución están el calle. Han salido andando, vitoreados como héroes y han declarado que lo volverán a hacer. ¿Y qué dicen los que afirmaban que esto nunca sucedería? Ahí están, intentando convencerte de que todo esto es bueno. Es sano para la democracia, te dicen. Perdonar y pasar página. No sabes si están convencidos o no, pero ellos lo sueltan, con un aplomo sonrojante. «Una necesidad democrática», has leído en prensa. Y tú, amigo, con cara de malo de película. Malo hace dos años cuando advertías de lo que iba a pasar y malo ahora porque se ha cumplido lo dicho. Malo, en el mejor de los casos, amigo. A un paso de la extrema derecha. Vengativo y mesetista.

Te planteas si todo esto no es una enorme comedia. Un sainete que han montado para reírse de ti. Pero pasan los días y descubres que es verdad. Compruebas que no ha habido ni un solo dirigente socialista que haya presentado su dimisión. Nada de nada. Un desierto de conciencia. Ni Robles, tan gallarda en su defensa de la Constitución, ni Calviño, el rostro sensato del Gobierno, decían. Ni un solo presidente de Comunidad. Fernández Vara, Lambán y García-Page aparecerán desolados en sus televisiones regionales. Tres minutos de discurso y a seguir. Ni un solo concejal. Todos ellos que juraron y prometieron que no habría indultos y ahora cambiando el rictus sin esfuerzo, declarando que han convertido el agua en vino y el vino en agua.

Ahora querrán hacerte creer, querido lector, que estás equivocado. Que si no transiges con los indultos estás en contra de la convivencia. Tú eres pacífico, lo sabes bien, pero parece que la estabilidad del país, el respeto a los tribunales de Justicia, dependen de tu opinión de bar, de tu indignación en el sofá de casa, y no de quienes infringieron la ley hace tres años.

Estás a un paso de convertirte en un enemigo de la democracia porque sospechas que lo volverán a hacer, no por brujería, sino porque ellos así lo han afirmado, con un pie aún en la cárcel. Y el raro gusto de la boca no se te va porque sospechas que todo esto tiene una finalidad: dos años más de Sánchez en Moncloa, dos años más de discursos y patadas hacia adelante, como en los partidos de rugby. Qué pena, amigo, que tantos hayan comprado la arrogancia de un hombre sin escrúpulos. Qué pena que tanta gente sostenga esta farsa. Lo pensaste en la campaña de 2019 y lo piensas ahora.

¿Pero a quién le importa? La realidad es eso que se amolda a los intereses de Pedro Sánchez. Y quien no esté de acuerdo, sobra. Ya sabes, amigo, cuál es nuestro lugar en toda esta historia.