La guerra de Afganistán empezó con la caída de personas de la planta 89 del World Trade Center y ha acabado con gente saltando de un avión en pleno vuelo. Ambas tragedias unidas por aviones, el hilo conductor de veinte años perdidos. La desesperación agarrada al fuselaje, conjurando el mal de altura con la esperanza de un futuro mejor. El verano se agrió en el aeropuerto de Kabul, a golpe de telediario, mientras reponían en televisión las escasas medallas ganadas en Tokyo. Apagada la llama olímpica, la vida sigue. Los bárbaros retoman su carrera por asaltar el mundo y la cotidianidad se amolda, una vez más, a la equidistancia occidental. Afganistán está lejos y veinte años después no somos capaces de pronunciar dos ciudades del país, un río o un sistema montañoso. Algunos incluso afirman que bajo su suelo se esconden grandes reservas pretolíferas, como escuchar campanas y creer que son disparos.

En dos décadas ha dado tiempo a que el mundo se ponga feo. Más aún de lo que estaba. En 2001 muchos despertábamos a eso que se ha llamado ‘terrorismo internacional’. Tras Nueva York, nos supimos vulnerables. Después conocieron el terror Madrid, Londres, París, Múnich, Barcelona, Berlín, Lyon, Niza y un sin fin de ciudades unidas por la barbarie. En el otro lado, guerras selectas, atraídas por la codicia de los imperios tambaleantes, como las moscas acuden igual a la miel que a la mierda: Iraq, Siria, tal vez Irán, un poco de Libia y por si acaso Yemen. Con este panorama ha iniciado el tercer milenio de nuestra era, con mucha gente confundida sobre quiénes son los buenos.

Esa es la cuestión. Quiénes son los buenos en esta historia. He asistido a manifestaciones contra la guerra (fue la de Iraq, pero ahora parece que son todas las guerras). Dos décadas no dan para tanto. Hemos presenciado desde las tribunas occidentales la transformación de Sadam Husein, de dictador a mártir. A Gadafi, de sanguinario a libertador. Ayer mismo, altavoces occidentales auguraban un gobierno paritario en el Afganistán talibán, con ministras de burka comprometido y sharía ecológica. Es difícil, lo reconozco, saber quiénes son los buenos, o incluso reconocer que hay buenos en esta historia. Pero tengo muchas certezas para afirmar que sí conozco a los malos. Y eso no se puede olvidar.

Mientras tanto, España atraviesa su enésima discusión trascendental. Debatíamos en el reciente agosto sobre el poder sexual de las matemáticas. Muchos insistían en hacer de la ciencia de los números un lugar adecuado para la conciliación de géneros. ‘Matemáticas inclusivas’, porque los niños perciben desde sus pupitres que las sumas, las rectas, las multiplicaciones y las ecuaciones son elementos opresores, piedras masculinas en el camino de la igualdad. Y de repente, a la mujer afgana le ponen un burka, justo en el momento en el que aquí afrontábamos la división de los números primos. Qué desalentador es el futuro para las mujeres en ese país que nos ha vuelto a importar, veinte años después.