Imagino que una vez que le vuelas la nuca a un hombre, por la espalda, pongamos una mañana lluviosa, ya eres capaz de hacer cualquier cosa. Mirarte al espejo, por ejemplo, se convierte en un acto de vulnerabilidad tras arrancarle la vida a cinco niños. ¿Qué ve ese tipo al otro lado cuando se despierta? ¿Brindaría con champán tras la explosión de un Renault-18 en Zaragoza, allá por los lejanos años ochenta? Yo no había nacido. Muchos de los que me leen ni se acordarán. Dicen que tras manejar los explosivos, las manos te apestan a amonal durante toda la vida. Pequeñas anécdotas del terror. Una vida reducida a escombros, una fotografía en blanco y negro y la sociedad incapaz de recordar sus nombres. A este punto hemos llegado, al de alimentar a la serpiente que tantas veces nos ha mordido.

Ayer fue en Mondragón, pero nada de esto es nuevo. Un homenaje a Henri Parot, un diablo al que ni la justicia ha sido capaz de contabilizar el número de asesinatos cometidos. Más de treinta, aunque lo riguroso en este caso sea faltar a la memoria. Se sospecha que participó en al menos ochenta muertes. La conciencia de este país se mancilló durante el fin de semana por las calles de Mondragón. Homenajear a un asesino, orgullosamente asesino, denota la podredumbre moral de una sociedad. El veneno que corre por las venas de cada uno de los que, bandera en mano, fueron hacia la plaza pública a recordar a Parot, su lucha, su vida, alimentada por la sangre de los demás. He escuchado desde que tengo uso de razón que la sociedad vasca es un ejemplo de convivencia, que la peste, como en los espejos, venía de otro lado. Ahora que campan los discursos del odio en las calles de Mondragón, pero también más al sur (no seamos cándidos) me niego a equiparar a víctimas y terroristas. Me niego a olvidar a los muertos para tragar a los que quedaron vivos, serpiente en mano. 

Los homenajes a los presos de ETA, consentidos y auspiciados por los diferentes organismos de nuestro malquerido país son un paso más hacia la amnesia que nos pretenden infundir. Un Estado sin memoria no tiene futuro. Un país que no sabe reconocer a los buenos de los malos solamente le cabe un destino, el de la infamia, el de la vergüenza. Una memoria democrática selectiva, incapaz de reconocer las víctimas de los últimos años, deseosa de despertar el odio de hace ochenta, solo puede conducirnos hacia el más vil de los presentes. 

Se homenajea a terroristas con el beneplácito del Gobierno. Se sientan a negociar los presupuestos con sus herederos, con los que llevaban las banderas en Mondragón el sábado. No quiero un país donde se recibe a Henri Parot como un héroe. No quiero un país donde el ministro de turno tenga que ventilar su despacho porque ha negociado con unos tipos que olían a amonal.